domingo, 2 de noviembre de 2014

Segundo, el impulso (X)



Viene de aquí. 
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Jesse comienza a competir, y también a ganar. En los campeonatos juveniles consigue imponerse en algunas carreras de 100 y de 200 yardas. Incluso lo hace en alguna de 220 que se realizan sobre una larga y a veces interminable recta. Hace sus pinitos en las pruebas de salto largo, aunque éstas le cuestan más. Aún no consigue dominar la técnica, pero logra alcanzar tal impulso antes de saltar que lo suple por una increíble velocidad punta.
También es capaz de conseguir algunas victorias de equipo como las de los juegos interescolares que se disputan a nivel de Estado. Jesse es quien consigue el mayor número de puntos, los decisivos, para alzar a su equipo entre los primeros puestos.
Poco tiempo después, Jesse barre en todas las pruebas en las que se presenta. Con quince años corre las 100 yardas en 11 segundos, rompiendo el récord mundial de secundaria en salto largo. Durante dos años consecutivos Jesse lleva a su equipo al campeonato del estado y, entre medias, iguala o bate récords en salto largo, los de 100 y 200 yardas y la prueba de relevos junto a sus compañeros de equipo.
Aun así Charles es precavido. Antes de cada carrera le recuerda que tiene que mejorar en dos puntos clave: la salida y acortar el desarrollo de la velocidad máxima. Debe potenciar la capacidad de reacción, que es fundamental para comenzar a correr en cuanto dan el pistoletazo de salida así como la potencia para poder desarrollar lo antes posible la velocidad máxima. Tanto es así que la mayor parte de las carreras son iguales: es de los últimos en empezar a correr, eso le hace ir a remolque. Sigue por detrás cuando se enfrenta a chicos que son más potentes físicamente pero cuando alcanza la velocidad punta la mantiene por más tiempo a diferencia del resto. Por eso adelanta a los rivales y gana.
Charles sabe que con más trabajo y disciplina puede conseguir mucho más. Por eso, a pesar de las victorias, insiste antes de cada carrera en la visualización de ésta. Le lleva a la salida antes del calentamiento le hace cerrar los ojos y respirar relajadamente. Le dice despacio lo que espera de él: precisión y rapidez en la salida, constancia y determinación para alcanzar antes la velocidad. Empuje. Fuerza.
La rapidez que le falta en la salida le sobra en lo personal. Un caluroso día de julio de 1930, él y Ruth se casan. Aún él no ha cumplido los diecisiete y ella tiene quince recién cumplidos. Ambas familias y todos los que les conocen opinan que es precipitado, que son demasiado jóvenes. Todos lo piensan, menos ellos dos. ¿Para qué esperar cuando has conocido a tu alma gemela? El banquete es sencillo, los invitados los justos, incluido Charles, por supuesto. Después de casarse, viven en casa de los padres de Jesse. Se mantienen de los pequeños trabajos que él consigue y del escaso sueldo que Ruth tiene en una peluquería en la que ha empezado a trabajar hace unos meses. Cuando consiguen ahorrar algo más, se independizan yéndose a vivir a una pequeña casa en Cleveland.
El 8 de agosto de 1932 Ruth da a luz a su primera hija, Gloria.

jueves, 23 de octubre de 2014

Segundo, el impulso (IX)


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Viene de aquí.
Cuando las noticias de la caída de la bolsa de Nueva York llegan a Jesse, éste no piensa que aquello le pueda afectar. Todo suena muy lejano y extraño. En la radio escucha noticias espeluznantes sobre gente que trabaja en los grandes bancos que se suicidan disparándose en la cabeza o tirándose de los rascacielos. También hablan con palabras económicas que no conoce como deflación, devaluación de la moneda, crisis económica... Todo aquello parece de otro mundo. Él sigue haciendo su vida normal, va al instituto acompañando a Ruth, entrena con Charles y trabaja por las tardes en la fábrica de calzado. Unos días reparando y otros repartiendo, como lleva haciendo desde hace un par de años. Algunos compañeros del taller están asustados por la noticia de lo que ya se denomina el “crack de la bolsa”. Él, al contrario que ellos, está tranquilo.
Una tarde al ir a trabajar se da cuenta que el taller está cerrado. Se extraña y vuelve a casa. Al día siguiente sigue cerrado a cal y canto. Decide esperar sentado en la puerta por si alguien aparece. Después de un par de horas, llega uno de los encargados. Se acerca a Jesse y le dice que ya no hay más trabajo. Están arruinados.
Jesse vuelve para casa con las manos en los bolsillos. Cuando llega se lo dice a su familia, todos se muestran preocupados. Afortunadamente su padre mantiene el puesto de trabajo en la metalúrgica y, hasta que Jesse encuentre algo, pueden ir tirando con lo poco que han ido ahorrando.
Es positivo. No hay mal que por bien no venga y como parece que en una temporada no tiene que ir a trabajar por las tardes, aprovecha para prepararse con el resto de atletas que entrena Charles. Así puede compararse con los demás, saber por el mismo si tanto entrenamiento merece la pena y conocer a gente que corre.

El primer día que entra en la pista se sorprende. Nunca ha estado antes en una. Le parece enorme, tanto que cree que las distancias deben estar equivocadas respecto a las que le ha contado Charles en más de una ocasión. Le llama la atención la débil capa de tierra que la cubre, es muy fina. Apoya uno de los pies firmemente y se da cuenta que le da la suficiente sujeción para correr seguro. Los restos de tiza marcan las líneas que dividen la pista. Dibujan las calles, las salidas y la única meta. Charles se acerca y comienza a acompañarle por el recorrido. Le explica el número de calles. La primera es la más importante, su línea interior tiene exactamente la distancia reglamentaria, 400 yardas. En las carreras de fondo es conocida como la cuerda, aquella que marca el límite de la pista con el césped interior.
—Los corredores de fondo se matan por ir por ella. Así consiguen hacer menos curva que los demás y por lo tanto menos distancia.
Jesse está sorprendido, no había caído que las calles más exteriores hacen más recorrido. Charles le lleva a los puntos de salida de las carreras de 100 yardas. Están al fondo de la larga recta que se sale del propio círculo que forma la pista.
—Aquí es donde saldrás de la manera que te he explicado. Manos en la línea, rodilla izquierda apoyada y pierna derecha estirada.
Cuando siguen rodeando la pista le cuenta como se compensan las diferentes salidas para la carrera de 200 yardas, algunas están más cerca de la llegada respecto a las demás. Cuanto más alejada está de la primera calle están más cerca de la meta. Todo tiene que ver con el radio de la curva y los metros de más que hacen los de las calles externas. Aunque a Jesse le parezca mentira todos corren la misma distancia.
—La calle por la que uno va es fundamental para el desarrollo de la carrera. Dependiendo de donde salgas vas a poder ver a los rivales y saber si llevarás la iniciativa o no.
Al final van hacia un foso de arena que está dentro del círculo de la pista.
—Este es el foso del salto largo. Aún no lo hemos practicado porque no hemos podido entrenar aquí. Con la velocidad que podrías desarrollar corriendo —señala una larga recta que llega hasta el foso —y con un poco de técnica estoy seguro que destacarás también aquí.
En ese momento llegan los demás corredores, son mayores que Jesse. Uno a uno se van presentando. Todos le conocen gracias al entrenador, que les ha hablado mucho de él.
Empiezan a calentar y practican la técnica de carrera. Después hacen 15 series de 400 yardas (una vuelta completa a la pista) con algo de descanso entre una y otra. Jesse llega el primero en todas. Al final de las series, unos comienzan a descansar y otros a hacer gimnasia. Charles se dirige a todos:
—¿Qué os dije muchachos? ¿Es bueno o no es bueno?
Cuando la sesión ha terminado Charles se despide de Jesse:
—Hoy por fin has conocido lo que es una pista. Ahora ya solo te queda saber lo que es realmente el atletismo.
Jesse sonríe. Para él aún es solo una cuestión de correr más o menos.

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miércoles, 8 de octubre de 2014

Segundo, el impulso (VIII)



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Viene de aquí.

Jesse va de camino al instituto, cabizbajo. Esa mañana entra pronto, pero no va a esperar a Ruth en la puerta como así ha hecho los otro días. Y no lo va a hacer porque esté enfadado con ella, ni mucho menos. Entiende que le dijera la primera calle que se le pasó por la cabeza cuando le preguntó en cual vivía. ¿Cómo se le ocurrió preguntarle eso? ¿Cómo se lo iba a decir así, a la primera de cambio? ¿En que estaba pensando? Ese es el problema: no piensa cuando ella está cerca. No sabe el motivo, ni la razón. Se pone nervioso, se bloquea. Sólo puede mirarla embobado.  
Se siente avergonzado de sí mismo. Tanto que no quiere volver a verla. Más bien no quiere que ella le vea a él. Afortunadamente Ruth es de primero año y el de segundo, no tendrían por qué coincidir en las clases, que es bastante. Ha pensado mucho en ello, la clase de ella está cuatro puertas más cerca de la entrada que la suya por lo que es Jesse el que pasará por donde ella. Menos mal. No quiere imaginarse que se ella quien pase por la puerta de su clase y le viera. También podrían verse en los momentos comunes como los recreos. Pero él lo tiene fácil, ya que en ese tiempo aprovecha para entrenar con Charles en el gimnasio, o en el patio trasero. Lo malo, recuerda, que de vez en cuando hay gente que en el tiempo de recreo también se deja pasar por allí, ¿y si fuera Ruth? Uffff. Se intenta convencer de que es mejor no pensarlo.
Termina de subir las escaleras del instituto mirando al suelo, distraído. Ve una pequeña china, le da una patada y esta sale disparada hacia las piernas de una chica que se apartan de la trayectoria de la piedra.
—¡Vaya! Solo faltaba esto —cuando levanta la mirada se da cuenta que es Ruth. Al menos en su tono no hay enfado.
Jesse se queda congelado. Quiere morirse de la vergüenza. Mira otra vez al suelo.
—¡Ups! Perdona. Ha sido…
—Bueno, realmente soy yo quien te debe una disculpa… —Ruth no le deja terminar.
—No te preocupes. No debí… —nervioso se rasca la sien.
Tras un breve silencio, Ruth le dice:         
—¿Qué te parece si empezamos de nuevo? —ella sonríe mientras le tiende la mano en señal de saludo —mi nombre es Minnie Ruth Salomón.
Jesse la mira sorprendido, se descubre sonriendo también y estrechando su mano.
—El mío es Jesse Owens.
—Muy bien, Jesse Owens. Así que llevas un año estudiando aquí por lo que creo que puedes contarme algunas cosas…
Los dos se sientan en el último peldaño de las escaleras y hablan del instituto, de los profesores. El chico se da cuenta que puede enlazar palabra tras palabra y mantiene una conversación fluida con ella mientras que mira sus preciosos ojos marrones. Inexplicablemente puede conservar la calma, observa las pequitas que cubren su carita y admira su gesto: su mano apoyada en la barbilla mientras con la otra se aparta el pelo que le cae en la frente.
No son conscientes que han pasado cientos de alumnos por la puerta hasta que suena un timbre llamando a la primera clase. Jesse le dice a Ruth:
—Creo que es hora de ir a clase.
—Sí. Es la hora.
Ambos se levantan y entran en el edificio. Antes de cruzar la puerta de su clase, Ruth le dice:
—Mark Twain. Vivo en la Calle Mark Twain. Ya sabes, el de las aventuras de Huckleberry Finn.
Jesse solo puede sonreír. Cuando Ruth no le ve el chico brinca de alegría.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Segundo, el impulso (VII)


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Viene de aquí.
Jesse compatibiliza de la mejor manera que puede clases, trabajo y entrenamientos. De todo, son los estudios lo que peor lleva. Al final del año aprueba raspado muchas de las asignaturas e incluso llega a rogar a algunos profesores que no le suspendan para que Charles pueda seguir entrenándole el año siguiente.
Durante el verano, en el trabajo cada dos días que encola o pone cordones, consigue que le destinen a hacer el reparto en una vieja bicicleta llena del calzado reparado. Los lleva a todas partes de la ciudad, clientes y zapaterías. La fábrica- taller en la que está contratado tiene tanta reputación que incluso se encargan de los artículos más exclusivos que las zapaterías de barrio no pueden reparar. Jesse termina aprendiendo de memoria todos los barrios y calles de Cleveland. 

El primer día de su segundo año de instituto, Jesse y sus compañeros de clase ya no son novatos. Se permiten quedarse en la puerta de entrada para ver a la gente nueva. Hay pocos negros entre tantos blancos. Entre los primeros, Jesse se fija en una chica que sube por las escaleras. Tiene un cuerpo delgado que le hace parecer frágil, su cara es de niña. El pelo largo y algo rizado lo lleva recogido en una coleta. Jesse contiene la respiración mientras la ve pasar. No consigue ver el color de sus ojos ya que mira al suelo mientras abraza con fuerza una carpeta contra su pecho. Envidia a la carpeta por estar en contacto con ella. Va acompañada muy de cerca por otra chica negra, “deben ser amigas”, piensa Jesse. Cuando la chica entra por la puerta y sale de su campo de visión, Jesse suspira.
Durante todo el día no consigue quitarse de la cabeza a la chica de la carpeta.

Al día siguiente la espera en el mismo sitio y a la misma hora. La ve pasar otra vez. Va con su amiga, lleva la misma carpeta y la mirada otra vez clavada al suelo. Jesse no le quita los ojos de encima. No puede evitarlo. De repente, cuando ella está a su altura, le mira y dice:
—Hola.
Jesse no respira, se queda de piedra, intenta contestar pero no puede. Tiene un nudo en la garganta. Más bien tiene cientos de nudos. Se ha quedado atrapado en sus ojos marrones de otoño cuando ella ha levantado la mirada hacia él. Ella entra al instituto. Al principio Jesse maldice lo torpe que es, lo tonto que le habrá parecido a la chica cuando no ha sabido ni responder a un “hola”.
Durante otro día no consigue quitarse a esa chica de la cabeza y no para de repetirse a sí mismo que mañana le dirigirá la palabra.

A la mañana siguiente Jesse la espera en otro sitio diferente. Es en la entrada del patio, mucho antes del sitio donde se han visto los dos días anteriores. Piensa que la acompañará andando hasta la entrada del instituto y hablará con ella. ¿Hablará? Espera no quedar como un tonto como el día anterior. Cuando la ve venir desde lejos se da cuenta que no va acompañada de su amiga. Jesse traga saliva. Ella también le ve. Al pasar cerca saca fuerzas y la saluda:
—Hola.
—Hola.
—Mi nombre es Jesse.
—Yo soy Ruth.
Se estrechan las manos. Ambos se encaminan hacia el instituto cruzando el patio. Jesse se queda en blanco. No sabe que decir ¿Y ahora qué? Decide preguntar lo primero que se le pasa por la cabeza:
—¿Vienes desde muy lejos?
—¿Cómo? —ella se sorprende por la pregunta.
—Digo que si vienes desde muy lejos... andando —aclara él, nervioso.
—Un poco, vivo en el barrio de Old Brooklyn.
Jesse ha ido bastante a ese barrio en bicicleta. Ha llevado calzado a muchas personas que viven allí y hay una zapatería que les hace muchos encargos. Conoce las calles como la palma de su mano. La curiosidad le puede y pregunta:
—¿En qué calle?
Ruth mira a un lado y a otro. Duda.
—En la calle Edgar Allan Poe, el de los cuentos de terror.
—¡Ah! La conozco —sonríe Jesse. Mira a Ruth, pero ella está mirando el suelo.
En el hall de la entrada la amiga de Ruth aparece detrás de ambos:
—No me has esperado para venir —la dice.
—He salido de casa un poco antes —responde algo nerviosa— os presento. Jesse, ella es Eli. Eli, él es Jesse.
Se saludan. Siguen andando por el pasillo hasta que Jesse se para frente a la clase de Ruth:
—Voy a mi clase. Eli, encantado. Ruth, si paso por la Calle Edgar Allan Poe, te aviso, ¿Vale?
—¿La calle Edgar Allan Poe? —su amiga mira a Ruth con gesto de sorpresa —¿Qué tiene que ver esa calle contigo?
Ruth mira al suelo avergonzada. Eli ha descubierto su engaño. Jesse no dice nada, se quiere morir. Se marcha rápido de allí.

Continúa aquí.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (VI)

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Viene de aquí.
 
Cuando llegan a las afueras de la ciudad Charles aparca frente a un edifico alargado.
—¿Dónde estamos?
—Hemos venido al hipódromo. Vamos a ver carreras de caballos.
—¡Guau! —Jesse nunca ha visto una.
Cuando bajan del coche, Charles ayuda a Charly a levantarse del asiento y le da una muleta que previamente ha sacado del maletero. Charly anda torpemente apoyado sobre la muleta arrastrando uno de los pies. Viéndole andar, Jesse duda si algún día podrá correr tal y como ha dicho el entrenador.
Cuando Jesse se aproxima a la entrada del hipódromo se para y observa detenidamente si hay alguna indicación para la entrada de los negros. No la ve. Comprueba alrededor suyo si hay alguien de su mismo color de piel. No ve a ninguno. Concluye que no hay una entrada para ellos.
Una vez dentro se van anunciando las diferentes carreras. Los tres toman asiento en un lateral de la grada. Ante ellos tienen el circuito ovalado y cubierto de un cuidado césped. Charles le dice a Jesse:
—Quiero que te fijes en la forma de correr de los caballos. Después me dirás que has visto.
La primera carrera comienza. Los caballos salen raudos cuando se abren las puertas. Enseguida uno se pone por delante. Los demás se agrupan y siguen su estela. Cuando pasan la primera curva y afrontan la segunda recta, el primero saca dos o tres cuerpos a los demás. Pese a que los jinetes no paran de golpearles los cuartos traseros con las fustas, no recortan al primero. Llegan a la segunda y última curva, parece que el primero va perdiendo distancia con respecto a los demás. ¿Son los caballos de detrás los que van más deprisa o es el de delante el que corre más despacio? En la recta de meta el primero es adelantado por uno, dos y hasta tres caballos antes de cruzar la línea de meta.
—¿Y bien? —pregunta Charles.
—¿Tiene algo que ver con la iniciativa en una carrera?
Charles sonríe.
—Bueno, en este caso podría ser que sí… pero no. Yo me refiero más a la técnica de carrera de un caballo. Vamos a ver la siguiente.
Poco tiempo después hay nuevos caballos en los cajones de salida. Jesse solo puede ver a los jinetes que sobresalen por encima. Al poco tiempo se suena un disparo y se da inicio a la carrera. Jesse distingue entre el pelotón de hombres y animales un caballo que toma ventaja sobre los demás. Saca un cuerpo al resto. Charles le señala:
—Mírale las patas delanteras. Abren el camino dirigiéndose hacia delante, apenas se doblan y van alternándose en la pisada. Una primero, después la otra. Y ahora fíjate en las traseras. Se encargan de impulsar el movimiento doblándose y estirándose automáticamente como un gran resorte.
Comienza a trazar la curva. Charles continúa:
—El caballo es fuerza y puro músculo. Cabeza hacia delante, tronco quieto. Pese a la velocidad que desarrolla lo único que mueve son las patas. No le hace falta mover nada más.
Comienzan la contrarecta y el primero sigue manteniendo la misma distancia frente a los demás.
—Y tampoco le hace falta mantener el contacto con la tierra más que el mínimo necesario. Y eso es muy importante, si te fijas puedes observar como hay momentos en que el caballo no tiene apoyada ninguna de sus patas en el suelo. Vuela por el aire, ¿lo ves?
Jesse se esfuerza en ver los movimientos y finalmente se fija en como el caballo vuela.
—Cuando corras, tú también tienes que volar —dice Charles.

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jueves, 25 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (V)


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Viene de aquí.
Charles ejercita a Jesse tres veces a la semana. Lo hace en horario de mañana para que pueda seguir yendo a trabajar a la zapatería por las tardes, por lo que no queda más remedio que el alumno se salte alguna clase. Eso sí, a cambio se ha comprometido a aprobar todas las asignaturas. Si no lo hiciera, automáticamente dejaría de entrenar. Se lo ha dejado bastante claro. Al entrenador también le supone intercambiar alguna de sus clases con sus compañeros para poder dedicarse a la preparación particular. Confía en las capacidades innatas de Jesse por lo que solo hay que saber orientarle para que pueda llegar a ser un gran deportista. 
Jesse entrena en el mismo patio del colegio. Muchos días, después de correr durante algo más de quince minutos, practica las salidas, la capacidad de reacción y la técnica de carrera. Otros días realiza series de velocidad, progresivos y cambios de ritmo. Los menos entrena en el gimnasio del instituto: isométricos, flexiones, dominadas y lanzamiento de balón medicinal.
Después de tres meses de entrenamientos, Charles se da cuenta que Jesse, habiendo progresado rápidamente desde el principio, ahora le cuesta avanzar en la técnica. No parece entender porqué hace determinados ejercicios que no relaciona con el fácil movimiento de correr. Durante días se pregunta qué puede hacer para que Jesse siga mejorando. Una mañana Charles le propone algo:
—Me gustaría llevarte a un sitio pero tendría que ser un sábado. Si te avisara con tiempo, ¿podrías faltar esa mañana al trabajo?
—Si claro, entrenador —desde que empezaron a trabajar juntos es así como le llama.

 
Charles pasa a recoger en coche a Jesse a la puerta del instituto, donde han quedado un sábado por la mañana. Cuando Jesse entra en el vehículo se da cuenta que alguien más va en el asiento trasero.
—Jesse, te presento a mi hijo Charly. Charly, él es Jesse.
 Antes de que estreche la mano, se da cuenta que Charly no es normal. Tiene la cara alargada, extremadamente fina, la mirada bizca, los brazos están algo torcidos y en una posición que a él le resultaría incómoda. Más que sentado, está tumbado sobre el asiento. En alguna ocasión el entrenador le ha hablado de su hijo, pero en ningún momento le ha dicho que sea lisiado.
—Hola Charly. Encantado. —Se estrechan las manos.
—¡Jesse! ¡Jesse! ¡Jesse! —Charly grita de alegría.
—Si, hijo. Es Jesse. Tranquilo. —a través del espejo retrovisor Charles mira a Jesse. —Le he hablado mucho de ti y se ha emocionado al conocerte. Tú también quieres correr igual de rápido que Jesse, ¿Verdad?
—¡Sí! ¡Correr Jesse!
Automáticamente Jesse mira las piernas de Charly. Los pantalones son deportivos y marcan unos muslos delgados, como el resto de su cuerpo. Jesse sonríe y pregunta:
—¿Corres?
Hay un silencio incómodo en el coche y Charles contesta desde el asiento del piloto:
—No. Pero lo hará.

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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Respeta los 1,5 metros

Cuando tenía quince años me dijeron que, para cuando saliera en bicicleta, tenía que llevar encima algún documento identificativo. En éste tenía que aparecer un número de teléfono o una dirección al cual llamar o acudir en caso de accidente. Por aquella época los teléfonos móviles no estaban a la orden del día y por supuesto no había wasap. Así que hice una fotocopia del DNI por las dos caras, en una de ellas apunté el número fijo de casa y lo metí en una de las muchas fundas de las cartas magic que tenía. Lo dejé en la bolsita de detrás del sillín entre una cámara parcheada, parches, desmontables y un tubo de pegamento que ya se había volatilizado. El día que guardé la fotocopia del DNI estaba vestido de ciclista y a punto de salir de casa. Entonces sentí miedo a que alguien tuviera que buscar mis datos entre mis pertenencias. Tuve miedo de no volver, así que no salí.
(El deporte también enseña sobre el miedo y la fragilidad de la vida).
Al día siguiente me convencí que las ganas de montar en bicicleta y de disfrutar de ella era mayor que el miedo. ¿Por qué tengo que dejar de hacer algo que me gusta por lo que pueda pasar? Lo que te pueda pasar ocurrirá el día que menos te lo esperes. Carpe diem. Vive el momento. Así que salí a montar en bici, como he seguido saliendo siempre que he podido los siguientes diecisiete años. Afortunadamente nunca me ha pasado nada grave (cruzo los dedos para que siga siendo así).

La noticia del otro día (que puedes ver pinchando aquí) sobre la muerte de un ciclista por las inmediaciones de la A-42, muy cerca de donde vivo, nos sobrecogió a todos los que somos aficionados a la bici. Resultaba ser Julio, de la peña CEDENA.
Julio, el colega de peña de un compañero de trabajo.
Julio, el amigo de un buen amigo mío.
Julio, el primo de una compañera de trabajo de mi hermana.
Del CEDENA, la peña que viste de amarillo, rojo y azul. Cuna de ciclistas profesionales como Germán Nieto o el actual Dani Moreno. De vez en cuando veo por las carreteras a la gente de CEDENA así como a los John Deere, Bermejo, Roselín, Ciclos Cortés y tantos y tantos otros.

Y como casi siempre, el accidente ha sido fruto de la imprudencia y la negligencia. Por eso desde aquí te voy a pedir solo una cosa de las muchas otras que podría pedirte: respeta los 1,5 metros de distancia lateral cuando adelantes a un ciclista, porque cuando lo hagas:
Puede ser el colega de peña de tu compañero de trabajo.
Puede ser el amigo de un buen amigo tuyo.
Puede ser el primo de una compañera de trabajo de tu hermana.
Puede pertenecer a una peña con historia y de gente con historias.
Porque puede ser el chaval de quince años que fui y que un día tuvo miedo a hacer lo que más le gustaba.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (IV)


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Viene de aquí.
Al día siguiente, Charles sale al patio a supervisar el recreo. Hoy no debería hacerlo. No es su turno, pero lo ha conseguido cambiar con un compañero. Es la única manera de hablar con Jesse ya que ese día no tiene clase con él.
Mientras le busca por el patio, muchos alumnos a los que lleva dando clase algunos años se acercan a él. Pasea de un lado a otro rodeado por cuatro chavales con los que no para de hablar de béisbol y baloncesto. Por fin en una de las esquinas del patio ve a Jesse. Está sentado. Solo. Charles se sorprende, no es lo habitual. Con el séquito de alumnos se acerca a él.
—Hola Jesse. ¿Qué tal estás?
Jesse mira desde el suelo a Charles y al resto de chavales que le acompañan. Guardan silencio sorprendidos.
—Bien, señor.
—¿No juegas con los demás compañeros?
—Prefiero estar aquí tranquilo. Estoy algo cansado, señor.
Charles piensa que es mejor no seguir preguntando. El resto de chavales murmuran algo entre ellos. Charles se arrodilla junto a Jesse.
—No he dejado de pensar en cómo corriste ayer. Lo hiciste muy bien.
—Gracias.
—¿Corres habitualmente?
—Sí. Antes corría más.
A Charles se le ocurre algo. Se dirige al resto de alumnos:
—¿Qué os parece si hacemos una pequeña carrera? Quiero que veáis lo bien que se le da correr a Jesse —le mira —seguro que no estás tan cansado como para rechazar una carrera.
Jesse sonríe.
—No. Claro que no, señor.
Sobre la tierra del patio Charles marca una línea y, mucho más lejos, marca otra.
—Bien. ¿Alguien que no quiera correr?
Ninguno de los chavales que le llegan a sacar tres años a Jesse se ofrece voluntario.
—Lo suponía. A ver, todo el mundo detrás de la línea, yo voy a la de llegada, cuando baje el brazo comienza la carrera, ¿De acuerdo?
El resto de chicos que están en el patio se acercan a ver que está organizando el profesor de educación física. Todos se muestran expectantes por la carrera. Cuando se sitúa al lado de la línea de llegada, Charles comprueba desde lejos que todos estén tras la línea. Levanta el brazo y lo baja rápidamente. Uno de los chavales, el más regordete, sale antes de tiempo. Cuando todos los demás ya han arrancado Jesse comienza, sale el último, pero enseguida empieza a remontar. Adelanta al que ha salido primero, se pone al nivel del penúltimo, yergue el tronco, aumenta la zancada, adelanta a dos más. Le parece que está unos años atrás saliendo de la iglesia que hacía las veces de colegio en Oakville. Ya solo le queda uno por delante, es más grande y más atlético. Éste se da cuenta que alguien por detrás está a punto de cogerle e intenta correr aún más. Jesse cree sentir el camino, las raíces y las piedras que se encontraba de camino a su casa. Se exprime al máximo, cuando llegan a la meta donde está Charles entran casi a la vez. Pese a los pocos metros que ha tenido la carrera, han sacado bastante a los demás. El más grande se dirige a Charles respirando trabajosamente:
—¿He ganado?
—Primero hay que darse la mano y felicitar al contrario por la carrera.
Los alumnos que conocen a Charles saben que les recordaría eso. Jesse se sorprende y da la mano a todos.
—¿Y bien? ¿he ganado?—vuelve a preguntar el mayor.
—Sí. Has ganado —el grande sonríe, Jesse suspira —aunque creo que quién ganará en poco tiempo es él —dice señalando a Jesse —¿Querrías venir por las tardes a entrenar conmigo en un club de atletismo?
—¿Yo? —se señala así mismo sorprendido porque un blanco cuente con él.
—Sí, claro. Tú —dice Charles poniéndole las manos sobre los hombros.
El muchacho sonríe tristemente.
—Trabajo por las tardes de lunes a viernes y los sábados por la mañana, señor —todavía está sorprendido.
—Vaya... no lo sabía —tras un silencio Charles le guiña un ojo —déjame que piense una solución para que puedas entrenar conmigo

Sigue aquí.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (III)

Viene de aquí.
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De camino al entrenamiento de atletismo, Charles no deja de recordar el ensayo del chico negro delgado y enclenque llamado Jesse. Más que al ensayo en sí, le da vueltas a la carrera que hizo para conseguirlo. En pocos metros imprimió una velocidad tan fuerte que nadie fue capaz de cogerle. A un entrenador de atletismo como él no se le escapa la demostración de potencia de Jesse. Es un diamante en bruto. Aunque si se hubiese tratado de una carrera de velocidad no habría sido perfecta. No levantó bien los talones hacia atrás y el tronco se balanceó al compás del movimiento de las piernas. Con algunas mejoras podía haber ido aún más rápido.
Cuando entra en la pista de atletismo ve a varios jóvenes que están en el césped del interior de la pista. Algunos le saludan levantando la mano: “hola entrenador”. Se mueven rítmicamente levantando alternativamente las rodillas hasta la cintura. Entonces se le ocurre que solo hace falta pulir un poco para dar forma al diamante.
Mientras Charles observa los ejercicios de los atletas, en la otra punta de la ciudad Jesse se encamina a su trabajo. No hace mucho que ha salido del instituto y después de comer un pequeño sándwich entra en un viejo almacén que hace las veces de taller de calzado. En ella se encarga de la fabricación y reparación de calzados. Hay días que pone cordones y plantillas a cientos de pares de zapatos, otros se encarga de limpiarlos, cepillarlos y darles cera. Nada más entrar uno de los encargados se acerca a él: “Hoy te toca encolar”. Jesse suspira, es lo que peor lleva.
En la pequeña habitación sin ventanas pega las suelas con las zapatillas mediante una cola especial. Primero lo hace con una brocha que llena de pegamento, repartiéndola a partes iguales entre la suela y el cuerpo del zapato, luego aprieta fuerte, quita el pegamento sobrante y deja que actúe. Cuando lleva varios zapatos siente como el vapor y del pegamento sube hacia su cara, entra en su boca y se introduce en lo más profundo de su nariz. Tanto que le taladra y le irrita la garganta. Tiene una arcada. Para de encolar y se lleva la mano a la boca. Pero nota el olor del pegamento también en sus manos. El sándwich se le revuelve en el estómago. Aguanta. Al poco tiempo tiene una segunda y otra tercera náusea seguida. Tras la cuarta sale rápidamente de la habitación vomitando la comida en la papelera de un compañero que está poniendo cordones. Cuando termina vuelve a la habitación. Tiene que seguir encolando.

Continúa aquí.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (II)

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Viene de aquí.


Charles Riley estira el brazo y pone la mano sobre el timbre del despertador. Deja de sonar. “Es hora de levantarse”, dice para sí mismo. Se gira un poco para comprobar que su mujer sigue dormida. Como todas las mañanas cuando él se levanta. Se sienta en el borde de la cama y con los ojos entreabiertos suspira. Ese día comienza un nuevo curso. Otro más.
Hace años trabajó de minero y en un molino, pero jamás renunció a hacer lo que más le gustaba: ser profesor de gimnasia, educación física y entrenador de atletismo. Durante años compatibilizó su trabajo y sus estudios hasta que por fin consiguió dedicarse a la docencia en el Instituto de Fairmount en Cleveland. A pesar de conseguir su sueño, Charles no ha dejado de trabajar. Ni en verano. Su sueldo es tan bajo y son tantas las necesidades de su hijo, que realiza labores de mantenimiento en el instituto durante las vacaciones. Así consigue un sueldo extra.
Después de darse una ducha y tomarse un café solo, se dirige a la habitación de su hijo. Antes de entrar se para y escucha. Sabe que está despierto. Reconoce el sonido que hace su hijo cuando duerme, es un ronquido nasal agonizante. A ratos son estertores. Ahora no lo oye. ¿Cuantas noches se ha quedado en la puerta escuchando su angustiosa respiración? ¿Cuantas veces no ha deseado que parara? Entra.
—Buenos días, hijo —dice mientras sube las persianas. La luz invade la habitación.
Se dirige a él y le besa. Él mira, sonríe. Charles le baja lentamente las sabanas.
—Venga. Hay que comerse el día.
Su hijo tiende una mano, la agarra, poco a poco va incorporándose, no sin esfuerzo. Charles no tira de él, sólo quiere ser su punto de apoyo. Cuando por fin se sienta le nota la respiración agitada. Le ha costado.
—Muy bien. Ahora vamos a ponernos las pantuflas. ¿Dónde las hemos dejado? —se sienta a su lado.
Su hijo las señala con su largo índice encorvado. Están bajo la mesita que está al lado de la cama. Las acerca con el pie. Primero una, luego la otra. Con parsimonia se agacha hacia ellas. Coge la primera. Es la izquierda y se la pone en el pie derecho. Charles se da cuenta, pero no dice nada. Hace la misma operación con la otra. Con más lentitud, si cabe. Cuando las tiene puestas, Charles le dice:
—Mira bien como te quedan, ¿no hay algo raro?
El hijo mira detenidamente las pantuflas y se lleva el dedo a la boca. Tarda un rato:
—¡Envés! —se ríe y abraza a su padre.
—Sí. Están al revés —también sonríe y le abraza.
 
Charles pasea por los pasillos del instituto. A pesar de que se ha levantado con tiempo suficiente para llegar. Su hijo ha tardado más de 30 minutos en vestirse solo, por lo que ha llegado apurado. Más de lo que él quisiera. Por los pasillos están los chavales a los que dará clase y ve en sus caras los típicos nervios de la vuelta al curso. Nuevos profesores, cambio de horarios, chicos y chicas nuevos. Novedades. Para él no las hay. Ha ido a trabajar allí desde que ellos se fueron pensando en las vacaciones para poder conseguir otro sueldo con el que comprar las medicinas y poder realizar los tratamientos adecuados a su hijo. ¿Qué será de él cuando ya no esté? ¿Seguirá tardando treinta minutos en vestirse? Muchas veces duda si encargándole cosas que haga por sí solo le dará la suficiente autonomía para salir adelante cuando ya no esté.
La tercera clase del día es con el primer curso de Instituto. Todos los alumnos son recién llegados. Por lo general, no se conocen entre sí. Son tímidos y entre ellos reina el silencio. En las canchas, Charles se presenta y cuenta a grandes rasgos a que van a dedicar el curso: van a conocer y practicar los deportes que más se llevan en otras partes del mundo. Y van a empezar ese mismo día. Después divide la clase en dos equipos para disputar un partido de rugby. Es la mejor manera de romper el hielo.
Cuando ya están hechos los equipos, Charles cuenta las sencillas reglas del juego y se cuelga un silbato. Al poco comienza el partido y son pocos los chavales que se animan a jugar de verdad. Como casi siempre, hay bastantes chicas que se echan a un lado y no quieren que les pasen el balón. Si alguna de ellas lo recibe por error enseguida se deshace de él, como si quemara. El juego se traba. Los más competitivos van detrás del balón, no hay estrategia y cometen bastantes errores. Charles tiene que parar bastantes veces el partido haciendo sonar su silbato. Recuerda varias veces las reglas.
En una de las ocasiones en las que una chica se quita el balón de encima, éste cae en los brazos de un chico negro. Es más bien delgado y bajito. Charles puede ver la cara de pánico que tiene cuando ve que van hacia él toda la marabunta de chicos. “Se lo van a comer”, piensa. Se lleva el silbato a los labios para parar el juego. Puede ser peligroso. Decide esperar un poco. El chico, en lugar de soltar el balón lo apretuja contra su pecho y comienza a correr. Primero lo hace en dirección a su propio campo, evitando a los contrarios. Les empieza a sacar ventaja. Sus compañeros le gritan que no es por allí, que tiene que ir al otro lado. Pese a que tiene compañeros que se ofrecen para un pase, cambia de dirección y se dirige hacia el campo contrario. Afronta a los rivales que antes había aventajado. Dribla a dos, recorta a otro. Cuando tiene suficiente espacio, corre. Corre mucho. Charles se da cuenta como aumenta la distancia a los chavales que son mucho más altos y grandes que él.
Se le cae el silbato de los labios, boquiabierto. 
El chico negro consigue un ensayo, nadie ha podido cogerlo. Aunque se olvida de golpear el balón en el suelo. Da igual. Charles se acerca a él: 
—¿Cómo te llamas?
—Jesse. —jadea —Jesse Owens, señor.

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