Viene de aquí.
Charles Riley
estira el brazo y pone la mano sobre el timbre del despertador. Deja de sonar. “Es
hora de levantarse”, dice para sí mismo. Se gira un poco para comprobar que su
mujer sigue dormida. Como todas las mañanas cuando él se levanta. Se sienta en
el borde de la cama y con los ojos entreabiertos suspira. Ese día comienza un
nuevo curso. Otro más.
Hace años trabajó
de minero y en un molino, pero jamás renunció a hacer lo que más le gustaba:
ser profesor de gimnasia, educación física y entrenador de atletismo. Durante
años compatibilizó su trabajo y sus estudios hasta que por fin consiguió dedicarse
a la docencia en el Instituto de Fairmount en Cleveland.
A pesar de conseguir su sueño, Charles no ha dejado de trabajar. Ni en verano.
Su sueldo es tan bajo y son tantas las necesidades de su hijo, que realiza
labores de mantenimiento en el instituto durante las vacaciones. Así consigue
un sueldo extra.
Después de
darse una ducha y tomarse un café solo, se dirige a la habitación de su hijo.
Antes de entrar se para y escucha. Sabe que está despierto. Reconoce el sonido
que hace su hijo cuando duerme, es un ronquido nasal agonizante. A ratos son
estertores. Ahora no lo oye. ¿Cuantas noches se ha quedado en la puerta
escuchando su angustiosa respiración? ¿Cuantas veces no ha deseado que parara?
Entra.
—Buenos días,
hijo —dice mientras sube las persianas. La luz invade la habitación.
Se dirige a él
y le besa. Él mira, sonríe. Charles le baja lentamente las sabanas.
—Venga. Hay
que comerse el día.
Su hijo
tiende una mano, la agarra, poco a poco va incorporándose, no sin esfuerzo.
Charles no tira de él, sólo quiere ser su punto de apoyo. Cuando por fin se
sienta le nota la respiración agitada. Le ha costado.
—Muy bien.
Ahora vamos a ponernos las pantuflas. ¿Dónde las hemos dejado? —se sienta a su
lado.
Su hijo las señala
con su largo índice encorvado. Están bajo la mesita que está al lado de la cama.
Las acerca con el pie. Primero una, luego la otra. Con parsimonia se agacha
hacia ellas. Coge la primera. Es la izquierda y se la pone en el pie derecho.
Charles se da cuenta, pero no dice nada. Hace la misma operación con la otra.
Con más lentitud, si cabe. Cuando las tiene puestas, Charles le dice:
—Mira bien
como te quedan, ¿no hay algo raro?
El hijo mira
detenidamente las pantuflas y se lleva el dedo a la boca. Tarda un rato:
—¡Envés! —se
ríe y abraza a su padre.
—Sí. Están al
revés —también sonríe y le abraza.
Charles pasea
por los pasillos del instituto. A pesar de que se ha levantado con tiempo
suficiente para llegar. Su hijo ha tardado más de 30 minutos en vestirse solo,
por lo que ha llegado apurado. Más de lo que él quisiera. Por los pasillos
están los chavales a los que dará clase y ve en sus caras los típicos nervios
de la vuelta al curso. Nuevos profesores, cambio de horarios, chicos y chicas
nuevos. Novedades. Para él no las hay. Ha ido a trabajar allí desde que ellos
se fueron pensando en las vacaciones para poder conseguir otro sueldo con el
que comprar las medicinas y poder realizar los tratamientos adecuados a su
hijo. ¿Qué será de él cuando ya no esté? ¿Seguirá tardando treinta minutos en
vestirse? Muchas veces duda si encargándole cosas que haga por sí solo le dará
la suficiente autonomía para salir adelante cuando ya no esté.
La tercera
clase del día es con el primer curso de Instituto. Todos los alumnos son recién
llegados. Por lo general, no se conocen entre sí. Son tímidos y entre ellos reina
el silencio. En las canchas, Charles se presenta y cuenta a grandes rasgos a
que van a dedicar el curso: van a conocer y practicar los deportes que más se
llevan en otras partes del mundo. Y van a empezar ese mismo día. Después divide
la clase en dos equipos para disputar un partido de rugby. Es la mejor manera
de romper el hielo.
Cuando ya
están hechos los equipos, Charles cuenta las sencillas reglas del juego y se
cuelga un silbato. Al poco comienza el partido y son pocos los chavales que se
animan a jugar de verdad. Como casi siempre, hay bastantes chicas que se echan
a un lado y no quieren que les pasen el balón. Si alguna de ellas lo recibe por
error enseguida se deshace de él, como si quemara. El juego se traba. Los más
competitivos van detrás del balón, no hay estrategia y cometen bastantes
errores. Charles tiene que parar bastantes veces el partido haciendo sonar su
silbato. Recuerda varias veces las reglas.
En una de las
ocasiones en las que una chica se quita el balón de encima, éste cae en los
brazos de un chico negro. Es más bien delgado y bajito. Charles puede ver la
cara de pánico que tiene cuando ve que van hacia él toda la marabunta de
chicos. “Se lo van a comer”, piensa. Se lleva el silbato a los labios para
parar el juego. Puede ser peligroso. Decide esperar un poco. El chico, en lugar
de soltar el balón lo apretuja contra su pecho y comienza a correr. Primero lo
hace en dirección a su propio campo, evitando a los contrarios. Les empieza a
sacar ventaja. Sus compañeros le gritan que no es por allí, que tiene que ir al
otro lado. Pese a que tiene compañeros que se ofrecen para un pase, cambia de
dirección y se dirige hacia el campo contrario. Afronta a los rivales que antes
había aventajado. Dribla a dos, recorta a otro. Cuando tiene suficiente espacio,
corre. Corre mucho. Charles se da cuenta como aumenta la distancia a los
chavales que son mucho más altos y grandes que él.
Se le cae el
silbato de los labios, boquiabierto.
El chico
negro consigue un ensayo, nadie ha podido cogerlo. Aunque se olvida de golpear
el balón en el suelo. Da igual. Charles se acerca a él:
—¿Cómo te
llamas?
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