Jesse se inclina y apoya una de sus rodillas en el suelo. Nota como la tierra se adhiere a su piel. Busca el equilibrio con el otro pie que está al lado de su rodilla. Cuando lo encuentra yergue el tronco. En esa posición mira al horizonte. Allí está la línea. Se deja caer hacia delante y apoya sus dos manos en el suelo. Toca la tierra. La textura es suave, su color oscuro, no huele a nada. Es muy diferente de la que hay donde nació. Allí la tierra es dura, huele a algodón y a sufrimiento. Tiene el color de la sangre de la esclavitud que vivieron sus abuelos. Como tantos otros. Apoya los dedos pulgar, índice y medio. Aguantan todo su peso. Las yemas palidecen, su moreno es menos oscuro mientras se hunden en la tierra. Jesse cierra los ojos. Respira relajadamente. Equilibrio. Mira su carril y la línea. En su mente solo existe el carril y la línea que lo corta. Hunde la cabeza entre sus hombros. No hay nada de tensión en su cuerpo. Su mente está vacía.
El
juez dice una palabra. Jesse levanta la cadera, luego la cabeza. Deja de
respirar. Tensión.
Ahora
es como un resorte a punto de saltar.
Otra
palabra. Suena un disparo.
Segundo,
el impulso.
Tras
el disparo, Jesse se apoya sobre la pierna flexionada. Descarga toda su fuerza
sobre ella. Enseguida apoya la siguiente. Entre paso y paso vuela por el aire.
Corre. Siente como la energía del movimiento bajan su cadera y el tronco.
También hace batir sus brazos. Cuando lleva recorridos varios metros alza la
cabeza. Gracias al impulso ha alcanzado su velocidad máxima. Desde entonces deberá
mantenerla. El impulso marca la carrera y la llegada a la línea. Como la vida.
En su carril hasta la línea.
Tercero,
el sufrimiento.
Pese
a que la línea está cada vez más cerca, su respiración es rápida, casi tanto
como el ritmo frenético de sus piernas. Abre la boca. Es como si todos los
poros de su piel necesitaran respirar. El corazón late rápido. Nota como el
esfuerzo le golpea las sienes. Las piernas queman. Sufre. Es difícil mantener
la velocidad del impulso. El sufrimiento comienza a ser dolor, aunque es un
dolor controlable. Si quisiera podría dejar de sentirlo. Sería fácil, solo
tendría que parar. Puede elegir, otros como sus abuelos no pudieron. Elige
seguir aunque duela. En su carril hasta la línea.
Cuarto,
el final.
Nota
que ya no puede más. La velocidad aminora pero está tan cerca del final que
saca fuerzas de flaqueza y sigue. Si los rivales fueran peor que él podría
apaciguar el dolor. Duda en mirar a un lado, Sin embargo no lo hace. Adelanta
la cabeza justo cuando cruza la línea. Entonces, solo entonces vuelve en sí. Al
estadio. La multitud grita, aplaude. Jesse mira alrededor. Ha ganado. No deja
de correr, ahora más despacio. La respiración vuelve a la normalidad, el
corazón late más tranquilo, las piernas ya no queman. Grita de felicidad. Hoy
el final ha sido feliz.
Jesse
Owens acaba de ganar los cien metros lisos en los Juegos Olímpicos de Berlín de
1936.
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