jueves, 28 de agosto de 2014

Primero, la tierra (V)

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Con nueve años el pequeño Jesse ya sabe a que se dedican sus padres y gran parte de sus hermanos mayores. Son aparceros. Cuidan el ganado y los campos de un señor de color blanco dueño de las tierras donde viven. A cambio se quedan con parte de los cereales, la carne, el algodón y la madera para ellos mismos. Para que vivan. El problema es que la parte de los cereales, la carne, el algodón y la madera que les corresponde es cada año menor que el anterior y hay muchas bocas que alimentar. Y así no pueden vivir. Eso es lo que escucha a su padre varias noches durante la cena.
Una noche llaman a la puerta de casa. Resulta raro que alguien vaya a verles tan tarde. El pequeño Jesse corre para ver quién es. Cuando le abre ve que es “el señor blanco dueño de las tierras donde viven”. Le ha visto alguna vez cuando ha acompañado a su padre en la época de la siembra. Recordaba como “el señor blanco dueño de las tierras donde viven” no sembraba sino que se quedaba a un lado viendo como trabajaban él y el resto de su familia. Apenas se acercó a ellos.
—¡Si eres tú! ¡Ya estás mucho mejor! Como estás creciendo.
Entra en casa. Se quita el sombrero pero no lo deja en el perchero. El padre aparece detrás del pequeño Jesse.
—Buenas noches, señor. No sabía que vendría. Pase al salón. Si trae hambre le prepararemos algo.
El pequeño Jesse se da cuenta que su padre no mira directamente a los ojos del “señor dueño de las tierras donde viven” cuando le habla. No puede estudiar su mirada.
—No se preocupe. Seré breve. He estado estudiando su propuesta de aumentar sus honorarios y no la puedo aceptar. Estas tierras cada vez dan menos para todos.
El pequeño Jesse duda de que lo que dice el señor blanco dueño de las tierras donde viven sea cierto. Él mismo ha sembrado los cereales, ha ayudado en las matanzas, ha recogido el algodón, ha cortado varios árboles y sabe que lo que producen sus tierras daría para comer a varias familias como la suya. 
El padre alza la mirada. Por un momento vislumbra enfado y rabia pero enseguida cambia.
—En ese caso tendremos que irnos a otro lugar.

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lunes, 25 de agosto de 2014

Primero, la tierra (IV)

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El pequeño Jesse va de camino por primera vez al colegio. Va de la mano de su abuelo. Conoce el sitio donde va a ir. Unas semanas antes, durante uno de sus paseos, su abuelo paró frente a una verja: “mira, este será tu colegio”, “¡pero si es la iglesia a la que vamos todos los domingos!”, contesta.
El abuelo le suelta la mano cuando llegan a una sala anexa a la iglesia donde hay otros muchos niños negros como él. Allí el reverendo, que antes veía cada semana en misa, le enseña todos los días a leer y escribir. A él y a los hijos de sus feligreses, salvo cuando llega la época de la siembra en primavera, que es cuando los estudiantes tienen que ayudar a sus padres en los campos. Él no es menos. 
El pequeño Jesse va creciendo año tras año. Cuando llegan los días fríos no vuelve a toser, ni a sudar. Muy al contrario, desde hace tiempo ha descubierto un nuevo pasatiempo que le hace más fuerte. Lo practica cuando vuelve de la escuela hasta su casa en las más de cuatro millas que las separan. Corre. Y corre día tras día y cada vez intenta llegar antes. Va por los caminos, traza atajos por los senderos, salta raíces y arbustos cada vez más altos. Le apasiona la velocidad y sentir su respiración agitada. En ocasiones siente que puede correr durante mucho tiempo por lo que puede llegar lo suficientemente lejos que quiera. Libertad. Además es un juego sencillo, no necesita nada más que a él mismo para practicarlo. Todas las tardes está desando que el reverendo les deje salir de la escuela para volver a casa. Corriendo.

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jueves, 21 de agosto de 2014

Primero, la tierra (III)


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Una tarde de sus días felices, su madre está preparando la cena en la cocina mientras el pequeño Jesse juega con su muñeco en el salón. Desde allí oye como su madre abre el agua, entrechoca cazuelas y platos entre sí. El pequeño Jesse comienza a entonar la canción que había escuchado al abuelo pero lo hace a su manera: abre la boca y tararea con mucho más volumen, marcando con grandes vocales lo que su abuelo solo susurraba.
Ya no se oye el entrechocar de cazuelas en la cocina. Ahora su madre está justo detrás de él.
—¿Quién te ha enseñado eso?
Gesto fruncido, ojos fijos. Los ojos de su madre reflejan enfado.
—El abuelo. 

Al día siguiente cuando se despierta, su madre le levanta y le baja a la cocina para desayunar. Al poco llegan sus abuelos. Nada más entrar por la puerta, la madre les hace un gesto para que se acerquen. Los abuelos, con mirada de preocupación, van hacia la madre. Les lleva a otra habitación y cierra la puerta. El pequeño Jesse se queda solo. Oye voces que provienen de donde están su madre y los abuelos. Intuye que no quieren ser oídos por él por lo que no quiere saber lo que están diciendo. Son cosas de mayores.
Porque los niños saben cuando los mayores hablan de cosas de mayores.
Al poco tiempo salen los tres de la habitación y van a la cocina con él. El abuelo continúa con el sombrero y su abuela con la chaqueta. Aún no lo han besado. Su madre le besa y se va.
Silencio. El abuelo se agacha hacia el pequeño Jesse y se quita el sombrero. Lo apoya sobre su pecho:
—¿Recuerdas lo que te conté el otro día? ¿Recuerdas la canción? ¿Cuándo cogí el puñado de tierra en el patio?
El pequeño Jesse lo recuerda. Afirma con la cabeza.
—Te pido que lo olvides, por favor.
El pequeño Jesse estudia la mirada. Hay sinceridad pero también tristeza. Por primera vez alguien le pide algo con el corazón.
—Lo olvidaré.
Y el pequeño Jesse olvidó.
Porque los niños obedecen cuando se les pide algo con el corazón.

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lunes, 18 de agosto de 2014

Primero, la tierra (II)

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Pasan los días para el pequeño Jesse. Cuando se despierta por las mañanas, su madre le levanta de la cama y  le baja a la cocina para desayunar con sus hermanos mayores. Al poco llegan sus abuelos. El abuelo se quita su sombrero y la abuela su chaqueta que dejan en el perchero. Le besan. Su madre coge una chaqueta del perchero y se va de casa. Todos sus hermanos mayores también se van de casa. El abuelo y la abuela visten a Jesse. Salen a pasear. Juegan a la pelota, juegan a correr. Vuelven a casa. A mediodía llega su madre y deja su chaqueta en el perchero. Le besa. También llegan algunos de sus hermanos. Rezan en la mesa y comen todos juntos. Después se duerme un rato y al despertarse juega en casa con un muñeco. Cuando cae la tarde llega su padre, deja su sombrero en el perchero. Le besa. Llegan los hermanos mayores que faltan. Rezan en la mesa y cenan todos juntos. Después se va a dormir. Son días felices.
Pero hay otros días, cuando hace frío, que el pequeño Jesse se despierta antes que nadie en casa. Tose. Suda. No consigue volver a conciliar el sueño. Cuando su madre le baja a la cocina tiene tan inflamada la garganta que no puede tragar el desayuno. La mirada de sus padres muestra preocupación y agua. Tanta agua que se les cae por la cara. Su madre le arropa con sacos de alimentos. Su padre dice algo de una medicina, sale de casa, coge el sombrero del perchero. Al rato vuelve, deja el sombrero en el perchero y niega con la cabeza. Su mirada es nerviosa. Durante estos días Jesse está casi todo el día en la cama. No tiene energías para moverse. Sus abuelos van a verle. Le cuentan cuentos, le hacen reír.
Tras muchos días en los que está tumbado, el pequeño Jesse nota escozor en las piernas. Es como si le quemaran. Su madre grita cuando aparta las mantas y las examina. Mirada de miedo y angustia. Esa noche le bajan a la cocina. Su madre calienta un cuchillo. Su padre le sujeta mostrándole el trasero del niño a la madre. El pequeño Jesse se quema. Llora. Grita. Patalea. Vuelve a quemar. Huele a carne chamuscada. Le envuelven en una sábana de algodón y le llevan a la cama. Esos días no son felices.
Una mañana el pequeño Jesse se despierta mucho mejor. Puede comer sin atragantarse con la comida. Al siguiente se puede levantar un rato. Y a los dos días corretea por la casa.

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miércoles, 13 de agosto de 2014

Primero, la tierra (I)

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Para mi padre, por una vida dedicada al cuidado de la infancia
Y para mi madre, por su entrega, cariño y amor a su familia

 
El pequeño Jesse aún no es conocido como Jesse, pero eso ahora no importa. Lo que importa es que está sobre el regazo de su abuelo, su abuelo está sobre una mecedora, la mecedora sobre el patio de una casa y la casa sobre el Estado de Alabama.
El abuelo le canta una canción mientras balancea a ambos, incansablemente, hacia delante y hacia detrás. El nieto la ha escuchado muchas veces, tantas que ya la conoce de memoria y, a veces, la canta con él. Esta vez prefiere otra. Aun sabiendo que su abuelo no conoce más porque se lo ha dicho muchas veces, le pregunta:
Abuelo, ¿podrías cantarme otra canción? —el abuelo deja de cantar.
—Ya sabes que no sé ninguna más.
El pequeño Jesse ha oído cantar muchas a su madre y a su padre. Ellos son mucho más jóvenes que el abuelo, que debe tener muchos más años. Tantos, que es casi seguro que no dice su edad mostrando los dedos de las manos. ¿Cómo no va a saber alguna otra canción?
—Pero abuelo. Eres muy mayor, tienes que conocer alguna más. Por favor... 
—Sí. Soy muy mayor…
El abuelo deja de mecerse. Mira al horizonte. El pequeño Jesse se da cuenta y coge entre sus dos manitas la cara de su abuelo. Acerca su cara a la suya.
Al pequeño Jesse le gusta estudiar las miradas. Para él es un juego en el que intenta desentrañar sentimientos y emociones de aquellos que miran.  Ahora la mirada de su abuelo está vacía, apenas pestañea ¿acaso ve lo que está viendo? No. Realmente su abuelo no está viendo “lo que ve”.
El pequeño Jesse se asusta.
Porque los niños se asustan cuando los mayores se comportan de una manera que no es normal.
Abuelo, ¿qué te pasa?
El abuelo parpadea. Sin mirarle le dice:
¿Quieres que te cante otra canción? A ver que te parece esta.
Vuelve a mecerse mientras comienza una canción. No abre la boca. No tiene letra. El sonido sale de su garganta y es una melodía profunda. Apenas se oye. Tiene un único estribillo que repite una y otra vez. Jesse está a punto de decirle que eso no es una canción, pero encuentra en su mirada que es importante para el abuelo. Se recuesta en su pecho y escucha.
Durante un tiempo el abuelo canta hasta que deja de mecerse:
Déjame que te cuente algo.
Los dos bajan de la mecedora, se cogen de la mano y andan por el patio. El abuelo guía al pequeño Jesse hacía una zona donde no crece la hierba, allí se arrodilla sobre la tierra seca. Coge un puñado. Lo eleva y abre el puño dejándola caer en forma de polvo.
Por esta tierra hemos sido esclavos…
El pequeño Jesse no sabe que son los esclavos. Espera que el abuelo lo explique antes de preguntarle.
Porque hay veces que los adultos explican las cosas que los niños no saben lo que son sin llegar a preguntarles.
Tú eres libre.
La mirada del abuelo se vuelve agua. El pequeño Jesse no dice nada. Espera que el abuelo continúe.
Que nadie te obligue a hacer algo que no quieres hacer. Que nadie te insulte o te pegue. Que nadie te compre. Que nunca nadie sea más que nadie…
El pequeño Jesse no comprende, pero no pregunta. Hoy es mejor no preguntar.

viernes, 8 de agosto de 2014

Jesse

Primero, la tierra.

Jesse se inclina y apoya una de sus rodillas en el suelo. Nota como la tierra se adhiere a su piel. Busca el equilibrio con el otro pie que está al lado de su rodilla. Cuando lo encuentra yergue el tronco. En esa posición mira al horizonte. Allí está la línea. Se deja caer hacia delante y apoya sus dos manos en el suelo. Toca la tierra. La textura es suave, su color oscuro, no huele a nada. Es muy diferente de la que hay donde nació. Allí la tierra es dura, huele a algodón y a sufrimiento. Tiene el color de la sangre de la esclavitud que vivieron sus abuelos. Como tantos otros. Apoya los dedos pulgar, índice y medio. Aguantan todo su peso. Las yemas palidecen, su moreno es menos oscuro mientras se hunden en la tierra. Jesse cierra los ojos. Respira relajadamente. Equilibrio. Mira su carril y la línea. En su mente solo existe el carril y la línea que lo corta. Hunde la cabeza entre sus hombros. No hay nada de tensión en su cuerpo. Su mente está vacía.

El juez dice una palabra. Jesse levanta la cadera, luego la cabeza. Deja de respirar. Tensión.

Ahora es como un resorte a punto de saltar.

Otra palabra. Suena un disparo.

Segundo, el impulso.

Tras el disparo, Jesse se apoya sobre la pierna flexionada. Descarga toda su fuerza sobre ella. Enseguida apoya la siguiente. Entre paso y paso vuela por el aire. Corre. Siente como la energía del movimiento bajan su cadera y el tronco. También hace batir sus brazos. Cuando lleva recorridos varios metros alza la cabeza. Gracias al impulso ha alcanzado su velocidad máxima. Desde entonces deberá mantenerla. El impulso marca la carrera y la llegada a la línea. Como la vida. En su carril hasta la línea.

Tercero, el sufrimiento.

Pese a que la línea está cada vez más cerca, su respiración es rápida, casi tanto como el ritmo frenético de sus piernas. Abre la boca. Es como si todos los poros de su piel necesitaran respirar. El corazón late rápido. Nota como el esfuerzo le golpea las sienes. Las piernas queman. Sufre. Es difícil mantener la velocidad del impulso. El sufrimiento comienza a ser dolor, aunque es un dolor controlable. Si quisiera podría dejar de sentirlo. Sería fácil, solo tendría que parar. Puede elegir, otros como sus abuelos no pudieron. Elige seguir aunque duela. En su carril hasta la línea.

Cuarto, el final.

Nota que ya no puede más. La velocidad aminora pero está tan cerca del final que saca fuerzas de flaqueza y sigue. Si los rivales fueran peor que él podría apaciguar el dolor. Duda en mirar a un lado, Sin embargo no lo hace. Adelanta la cabeza justo cuando cruza la línea. Entonces, solo entonces vuelve en sí. Al estadio. La multitud grita, aplaude. Jesse mira alrededor. Ha ganado. No deja de correr, ahora más despacio. La respiración vuelve a la normalidad, el corazón late más tranquilo, las piernas ya no queman. Grita de felicidad. Hoy el final ha sido feliz.

Jesse Owens acaba de ganar los cien metros lisos en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.
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