lunes, 15 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (II)

Si quieres leer desde el principio, pincha aquí.
Viene de aquí.


Charles Riley estira el brazo y pone la mano sobre el timbre del despertador. Deja de sonar. “Es hora de levantarse”, dice para sí mismo. Se gira un poco para comprobar que su mujer sigue dormida. Como todas las mañanas cuando él se levanta. Se sienta en el borde de la cama y con los ojos entreabiertos suspira. Ese día comienza un nuevo curso. Otro más.
Hace años trabajó de minero y en un molino, pero jamás renunció a hacer lo que más le gustaba: ser profesor de gimnasia, educación física y entrenador de atletismo. Durante años compatibilizó su trabajo y sus estudios hasta que por fin consiguió dedicarse a la docencia en el Instituto de Fairmount en Cleveland. A pesar de conseguir su sueño, Charles no ha dejado de trabajar. Ni en verano. Su sueldo es tan bajo y son tantas las necesidades de su hijo, que realiza labores de mantenimiento en el instituto durante las vacaciones. Así consigue un sueldo extra.
Después de darse una ducha y tomarse un café solo, se dirige a la habitación de su hijo. Antes de entrar se para y escucha. Sabe que está despierto. Reconoce el sonido que hace su hijo cuando duerme, es un ronquido nasal agonizante. A ratos son estertores. Ahora no lo oye. ¿Cuantas noches se ha quedado en la puerta escuchando su angustiosa respiración? ¿Cuantas veces no ha deseado que parara? Entra.
—Buenos días, hijo —dice mientras sube las persianas. La luz invade la habitación.
Se dirige a él y le besa. Él mira, sonríe. Charles le baja lentamente las sabanas.
—Venga. Hay que comerse el día.
Su hijo tiende una mano, la agarra, poco a poco va incorporándose, no sin esfuerzo. Charles no tira de él, sólo quiere ser su punto de apoyo. Cuando por fin se sienta le nota la respiración agitada. Le ha costado.
—Muy bien. Ahora vamos a ponernos las pantuflas. ¿Dónde las hemos dejado? —se sienta a su lado.
Su hijo las señala con su largo índice encorvado. Están bajo la mesita que está al lado de la cama. Las acerca con el pie. Primero una, luego la otra. Con parsimonia se agacha hacia ellas. Coge la primera. Es la izquierda y se la pone en el pie derecho. Charles se da cuenta, pero no dice nada. Hace la misma operación con la otra. Con más lentitud, si cabe. Cuando las tiene puestas, Charles le dice:
—Mira bien como te quedan, ¿no hay algo raro?
El hijo mira detenidamente las pantuflas y se lleva el dedo a la boca. Tarda un rato:
—¡Envés! —se ríe y abraza a su padre.
—Sí. Están al revés —también sonríe y le abraza.
 
Charles pasea por los pasillos del instituto. A pesar de que se ha levantado con tiempo suficiente para llegar. Su hijo ha tardado más de 30 minutos en vestirse solo, por lo que ha llegado apurado. Más de lo que él quisiera. Por los pasillos están los chavales a los que dará clase y ve en sus caras los típicos nervios de la vuelta al curso. Nuevos profesores, cambio de horarios, chicos y chicas nuevos. Novedades. Para él no las hay. Ha ido a trabajar allí desde que ellos se fueron pensando en las vacaciones para poder conseguir otro sueldo con el que comprar las medicinas y poder realizar los tratamientos adecuados a su hijo. ¿Qué será de él cuando ya no esté? ¿Seguirá tardando treinta minutos en vestirse? Muchas veces duda si encargándole cosas que haga por sí solo le dará la suficiente autonomía para salir adelante cuando ya no esté.
La tercera clase del día es con el primer curso de Instituto. Todos los alumnos son recién llegados. Por lo general, no se conocen entre sí. Son tímidos y entre ellos reina el silencio. En las canchas, Charles se presenta y cuenta a grandes rasgos a que van a dedicar el curso: van a conocer y practicar los deportes que más se llevan en otras partes del mundo. Y van a empezar ese mismo día. Después divide la clase en dos equipos para disputar un partido de rugby. Es la mejor manera de romper el hielo.
Cuando ya están hechos los equipos, Charles cuenta las sencillas reglas del juego y se cuelga un silbato. Al poco comienza el partido y son pocos los chavales que se animan a jugar de verdad. Como casi siempre, hay bastantes chicas que se echan a un lado y no quieren que les pasen el balón. Si alguna de ellas lo recibe por error enseguida se deshace de él, como si quemara. El juego se traba. Los más competitivos van detrás del balón, no hay estrategia y cometen bastantes errores. Charles tiene que parar bastantes veces el partido haciendo sonar su silbato. Recuerda varias veces las reglas.
En una de las ocasiones en las que una chica se quita el balón de encima, éste cae en los brazos de un chico negro. Es más bien delgado y bajito. Charles puede ver la cara de pánico que tiene cuando ve que van hacia él toda la marabunta de chicos. “Se lo van a comer”, piensa. Se lleva el silbato a los labios para parar el juego. Puede ser peligroso. Decide esperar un poco. El chico, en lugar de soltar el balón lo apretuja contra su pecho y comienza a correr. Primero lo hace en dirección a su propio campo, evitando a los contrarios. Les empieza a sacar ventaja. Sus compañeros le gritan que no es por allí, que tiene que ir al otro lado. Pese a que tiene compañeros que se ofrecen para un pase, cambia de dirección y se dirige hacia el campo contrario. Afronta a los rivales que antes había aventajado. Dribla a dos, recorta a otro. Cuando tiene suficiente espacio, corre. Corre mucho. Charles se da cuenta como aumenta la distancia a los chavales que son mucho más altos y grandes que él.
Se le cae el silbato de los labios, boquiabierto. 
El chico negro consigue un ensayo, nadie ha podido cogerlo. Aunque se olvida de golpear el balón en el suelo. Da igual. Charles se acerca a él: 
—¿Cómo te llamas?
—Jesse. —jadea —Jesse Owens, señor.

Si quieres seguir leyendo, pincha aquí.