viene de aquí.
“El viaje de
Oakland a Cleveland es largo y duro” le ha dicho su padre. El pequeño Jesse
jamás ha salido de las tierras donde trabajaba su familia por lo que, a pesar
del consejo, está entusiasmado. Va a montar por primera vez en un tren y desde
hace tiempo cuenta los días que le quedan para llegar a la ciudad y ver por
primera vez uno. Cuando llegan le llama la curiosidad la gran ciudad. Había
estado en una, pero mucho más pequeña. Le maravillan las calles asfaltadas, la
cantidad de coches que pasan por ellas, los edificios altos… Todo aquello le
parece bastante lejos de todo lo que ha conocido. Pero sin duda lo que más le
llama la atención es la cantidad de blancos que ve.
Él solo ha
conocido a un blanco: el señor dueño de las tierras donde vivían. Lo
consideraba una excepción. Por eso se explicaba que todos trabajaran para él.
Era único y por eso mandaba sobre todos los demás. Lógico. En la ciudad se da
cuenta que el señor blanco dueño de las tierras donde vivían no era una
excepción. Allí hay muchos más. También hay muchos negros como él. Ha visto a
muchos de estos en una de las primeras zonas de la ciudad que ha pasado, pero
sus calles no estaban asfaltadas, no había coches y las casas eran bajas.
Toda la
familia llega andando a la estación de tren. El padre se acerca a una
ventanilla donde le atiende un hombre blanco. El pequeño Jesse va hacia al
interior de la estación, por fin va a ver un tren y lo más importante, en poco
tiempo va a montar en uno. El apeadero es enorme y ve al fondo varios trenes.
Se dirige hacia allí.
—¡Eh!
¡Pequeño Jim Crow! ¿por dónde te crees que vas? —alguien grita desde un banco.
El pequeño
Jesse no lo escucha, no es su nombre, está ensimismado con las máquinas que
están al fondo. Se sigue acercando. Jamás ha visto tanto metal junto. Decide ir
a tocarlo para ver si es de verdad. De repente alguien le agarra de la camiseta
y le gira. Es un hombre blanco, pelo canoso y con arrugas en la frente. Le
vocea en la cara:
—¿No me has
oído?
El pequeño
Jesse se asusta. La mirada del señor es de enfado. Y desprecio.
—No, señor.
No le he oído —es ahora cuando se da cuenta que el grito anterior iba dirigido
a él.
—¡La entrada
para vosotros no es por aquí! —señala con el índice la puerta que ha cruzado.
Jesse no sabe a que se refiere.
—Discúlpele… se ha despistado —mirada de
resignación.
—¡Pues que no
se despiste! En la entrada aparece bien claro y señalizado por donde deben
entrar. Y no es por aquí.
—No se
preocupe. Nos vamos.
La madre le coge
la mano y le dirige rápidamente hacia la entrada dando la espalda al señor. Escuchan
al señor que exclama:
—¡Incultos
que no saben leer!
El pequeño
Jesse siente una quemazón interior y un deseo irrefrenable de contestar. Es
injusto que le digan que no sabe leer cuando sí que sabe. A pesar de tener a su
madre encima se gira y grita:
—¡Sí sé leer!
La madre le coge
la mano más fuerte, lo arrastra hacia la
entrada.
—¡No deberían
enseñaros a leer! ¡Los animales no saben leer! —oye que le contestan.
El pequeño Jesse
se enfada se gira y abre la boca. Quiere volver a contestar. Su madre le ordena:
—Por favor,
no digas nada más más.
Cuando entran
al vestíbulo de la entrada la madre le susurra al oído:
—De esto ni
una palabra al resto.
Cuando
vuelven con la familia no dicen nada. El pequeño Jesse observa detenidamente
las paredes de la estación buscando los carteles a los que se refería el señor.
Los ve arriba, colgados del techo. Uno tiene una flecha que indica una
dirección y debajo está escrito: “colorados”. Justo al lado hay otro cartel con
otra flecha que indica la dirección contraria: “blancos”.
El pequeño
Jesse no entiende nada.
Después de
una hora de espera, el pequeño Jesse y su familia entran en la estación por donde
les corresponde. Todos los miembros de su familia toman el lado correcto. Nadie
se equivoca. Ninguno comenta nada. Es lo normal, piensa. Cuando pasan delante
del banco donde estaba el viejo, el pequeño Jesse mira discretamente. Siente
miedo. Pero descubre que ya no está allí. Respira. Cuando está tan cerca del
tren que lo puede tocar y así comprobar el metal, no lo hace. No siente
emoción. El padre indica que el vagón donde viajarán es el del fondo. Andan hacia
el final. Es el último. Cuando va a montar el pequeño Jesse descubre una
pintada en un lateral. Está escrita en pintura blanca, llamativa. Las primeras
palabras las reconoce, es tal y como le ha llamado el hombre que le ha gritado.
El resto del mensaje lo dice todo: “Marchaos de aquí”.
continúa aquí.
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