martes, 2 de septiembre de 2014

Primero, la tierra (VI)

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“El viaje de Oakland a Cleveland es largo y duro” le ha dicho su padre. El pequeño Jesse jamás ha salido de las tierras donde trabajaba su familia por lo que, a pesar del consejo, está entusiasmado. Va a montar por primera vez en un tren y desde hace tiempo cuenta los días que le quedan para llegar a la ciudad y ver por primera vez uno. Cuando llegan le llama la curiosidad la gran ciudad. Había estado en una, pero mucho más pequeña. Le maravillan las calles asfaltadas, la cantidad de coches que pasan por ellas, los edificios altos… Todo aquello le parece bastante lejos de todo lo que ha conocido. Pero sin duda lo que más le llama la atención es la cantidad de blancos que ve.
Él solo ha conocido a un blanco: el señor dueño de las tierras donde vivían. Lo consideraba una excepción. Por eso se explicaba que todos trabajaran para él. Era único y por eso mandaba sobre todos los demás. Lógico. En la ciudad se da cuenta que el señor blanco dueño de las tierras donde vivían no era una excepción. Allí hay muchos más. También hay muchos negros como él. Ha visto a muchos de estos en una de las primeras zonas de la ciudad que ha pasado, pero sus calles no estaban asfaltadas, no había coches y las casas eran bajas.
Toda la familia llega andando a la estación de tren. El padre se acerca a una ventanilla donde le atiende un hombre blanco. El pequeño Jesse va hacia al interior de la estación, por fin va a ver un tren y lo más importante, en poco tiempo va a montar en uno. El apeadero es enorme y ve al fondo varios trenes. Se dirige hacia allí.
—¡Eh! ¡Pequeño Jim Crow! ¿por dónde te crees que vas? —alguien grita desde un banco.
El pequeño Jesse no lo escucha, no es su nombre, está ensimismado con las máquinas que están al fondo. Se sigue acercando. Jamás ha visto tanto metal junto. Decide ir a tocarlo para ver si es de verdad. De repente alguien le agarra de la camiseta y le gira. Es un hombre blanco, pelo canoso y con arrugas en la frente. Le vocea en la cara:
—¿No me has oído?
El pequeño Jesse se asusta. La mirada del señor es de enfado. Y desprecio.
—No, señor. No le he oído —es ahora cuando se da cuenta que el grito anterior iba dirigido a él.
—¡La entrada para vosotros no es por aquí! —señala con el índice la puerta que ha cruzado. Jesse no sabe a que se refiere.
—Discúlpele… se ha despistado —mirada de resignación.
—¡Pues que no se despiste! En la entrada aparece bien claro y señalizado por donde deben entrar. Y no es por aquí.
—No se preocupe. Nos vamos.
La madre le coge la mano y le dirige rápidamente hacia la entrada dando la espalda al señor. Escuchan al señor que exclama:
—¡Incultos que no saben leer!
El pequeño Jesse siente una quemazón interior y un deseo irrefrenable de contestar. Es injusto que le digan que no sabe leer cuando sí que sabe. A pesar de tener a su madre encima se gira y grita:
—¡Sí sé leer!
La madre le coge la mano más fuerte, lo arrastra  hacia la entrada.
—¡No deberían enseñaros a leer! ¡Los animales no saben leer! —oye que le contestan.
El pequeño Jesse se enfada se gira y abre la boca. Quiere volver a contestar. Su madre le ordena:
—Por favor, no digas nada más más.


Cuando entran al vestíbulo de la entrada la madre le susurra al oído:
—De esto ni una palabra al resto.
Cuando vuelven con la familia no dicen nada. El pequeño Jesse observa detenidamente las paredes de la estación buscando los carteles a los que se refería el señor. Los ve arriba, colgados del techo. Uno tiene una flecha que indica una dirección y debajo está escrito: “colorados”. Justo al lado hay otro cartel con otra flecha que indica la dirección contraria: “blancos”. 
El pequeño Jesse no entiende nada.
Después de una hora de espera, el pequeño Jesse y su familia entran en la estación por donde les corresponde. Todos los miembros de su familia toman el lado correcto. Nadie se equivoca. Ninguno comenta nada. Es lo normal, piensa. Cuando pasan delante del banco donde estaba el viejo, el pequeño Jesse mira discretamente. Siente miedo. Pero descubre que ya no está allí. Respira. Cuando está tan cerca del tren que lo puede tocar y así comprobar el metal, no lo hace. No siente emoción. El padre indica que el vagón donde viajarán es el del fondo. Andan hacia el final. Es el último. Cuando va a montar el pequeño Jesse descubre una pintada en un lateral. Está escrita en pintura blanca, llamativa. Las primeras palabras las reconoce, es tal y como le ha llamado el hombre que le ha gritado. El resto del mensaje lo dice todo: “Marchaos de aquí”.

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