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El tiempo,
ese juez implacable, pasa a veces demasiado rápido y otras, en cambio, muy
lento para Jesse.
Va todo
demasiado deprisa desde que su abuelo le llevaba de la mano a la iglesia que
hacía las veces de escuela en Oakville. Todo parece que se ha precipitado al recordar
como ayudaba a sus padres y hermanos en la siembra y en la recogida mientras el
“señor dueño de las tierras donde vivían” les vigilaba. Parece que fue ayer. Ahora
todos los días va solo al colegio en Cleveland. Su abuelo, ya demasiado viejo,
no puede acompañarle. Su padre ya no está fuera de casa de sol a sol, sino que
unos días vuelve por la tarde, otros por la noche e incluso algunos por la
mañana de la fábrica metalúrgica donde trabaja. Ya no requiere de su ayuda, a
pesar de que cuando se acerca a Jesse le recuerda al olor de una tostada
quemada.
En cambio, el
tiempo pasa lentamente los días que Jesse apenas juega con nadie. En el recreo
y en los tiempos libres el resto de niños se divierte en los columpios o juega
al pillapilla. Él es pequeño, delgado y por si eso fuera poco, nació en el Sur.
Nadie quiere jugar con él. Al principio se junta con el resto de niños que
vienen de su zona y contemplan como juegan los demás. Un día en que reina el
silencio entre todos ellos recuerda como corría en Oakville cuando volvía a
casa desde la escuela. Decide seguir corriendo lo que dura el recreo alrededor
de un pequeño campo de béisbol. Correr es su pasatiempo y llega a ser su único
amigo.
Con el paso
del tiempo, Jesse se toma por algo normal las miradas de rencor que le dedican
los blancos cuando se cruzan con él por la calle. Decide que lo mejor es no
hacerles frente. No le importa, si es que alguna vez le ha importado. Los
blancos siempre miran así a los negros. Tampoco le importa quedarse de pie en
el autobús a pesar de haber asientos vacíos, pero destinados para blancos.
Acepta beber agua de la fuente solo para negros, descansar en los bancos solo
para negros, ir a sitios públicos entrando por la puerta solo para negros.
El tiempo
pasa y le convence que así ha sido siempre.
En su último
día de colegio, Jesse y el resto de sus compañeros se despiden uno por uno de
todos los profesores que les han dado clase. La profesora que el primer día de
colegio escribió el nombre de Jesse en la pizarra se acerca a él y le llama por
su verdadero nombre. Pronuncia lenta y correctamente cada una de las letras y
continúa:
—Deseo que le
vaya muy bien en el futuro.
—Yo también
se lo deseo —por un momento Jesse guarda silencio —solo una cosa más. Ya no me
llamo así. Desde el primer día que llegué aquí mi nombre es Jesse.
Y lo
pronuncia como lo hacía antes y como le siguen llamando ahora. Es lo único que
le queda de entonces.
Continúa aquí.
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