lunes, 25 de agosto de 2014

Primero, la tierra (IV)

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El pequeño Jesse va de camino por primera vez al colegio. Va de la mano de su abuelo. Conoce el sitio donde va a ir. Unas semanas antes, durante uno de sus paseos, su abuelo paró frente a una verja: “mira, este será tu colegio”, “¡pero si es la iglesia a la que vamos todos los domingos!”, contesta.
El abuelo le suelta la mano cuando llegan a una sala anexa a la iglesia donde hay otros muchos niños negros como él. Allí el reverendo, que antes veía cada semana en misa, le enseña todos los días a leer y escribir. A él y a los hijos de sus feligreses, salvo cuando llega la época de la siembra en primavera, que es cuando los estudiantes tienen que ayudar a sus padres en los campos. Él no es menos. 
El pequeño Jesse va creciendo año tras año. Cuando llegan los días fríos no vuelve a toser, ni a sudar. Muy al contrario, desde hace tiempo ha descubierto un nuevo pasatiempo que le hace más fuerte. Lo practica cuando vuelve de la escuela hasta su casa en las más de cuatro millas que las separan. Corre. Y corre día tras día y cada vez intenta llegar antes. Va por los caminos, traza atajos por los senderos, salta raíces y arbustos cada vez más altos. Le apasiona la velocidad y sentir su respiración agitada. En ocasiones siente que puede correr durante mucho tiempo por lo que puede llegar lo suficientemente lejos que quiera. Libertad. Además es un juego sencillo, no necesita nada más que a él mismo para practicarlo. Todas las tardes está desando que el reverendo les deje salir de la escuela para volver a casa. Corriendo.

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