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El pequeño
Jesse va de camino por primera vez al colegio. Va de la mano de su abuelo.
Conoce el sitio donde va a ir. Unas semanas antes, durante uno de sus paseos,
su abuelo paró frente a una verja: “mira, este será tu colegio”, “¡pero si es
la iglesia a la que vamos todos los domingos!”, contesta.
El abuelo le
suelta la mano cuando llegan a una sala anexa a la iglesia donde hay otros
muchos niños negros como él. Allí el reverendo, que antes veía cada semana en
misa, le enseña todos los días a leer y escribir. A él y a los hijos de sus
feligreses, salvo cuando llega la época de la siembra en primavera, que es
cuando los estudiantes tienen que ayudar a sus padres en los campos. Él no es
menos.
El pequeño
Jesse va creciendo año tras año. Cuando llegan los días fríos no vuelve a
toser, ni a sudar. Muy al contrario, desde hace tiempo ha descubierto un nuevo
pasatiempo que le hace más fuerte. Lo practica cuando vuelve de la escuela
hasta su casa en las más de cuatro millas que las separan. Corre. Y corre día
tras día y cada vez intenta llegar antes. Va por los caminos, traza atajos por los
senderos, salta raíces y arbustos cada vez más altos. Le apasiona la velocidad
y sentir su respiración agitada. En ocasiones siente que puede correr durante
mucho tiempo por lo que puede llegar lo suficientemente lejos que quiera. Libertad.
Además es un juego sencillo, no necesita nada más que a él mismo para
practicarlo. Todas las tardes está desando que el reverendo les deje salir de
la escuela para volver a casa. Corriendo.
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