lunes, 29 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (VI)

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Viene de aquí.
 
Cuando llegan a las afueras de la ciudad Charles aparca frente a un edifico alargado.
—¿Dónde estamos?
—Hemos venido al hipódromo. Vamos a ver carreras de caballos.
—¡Guau! —Jesse nunca ha visto una.
Cuando bajan del coche, Charles ayuda a Charly a levantarse del asiento y le da una muleta que previamente ha sacado del maletero. Charly anda torpemente apoyado sobre la muleta arrastrando uno de los pies. Viéndole andar, Jesse duda si algún día podrá correr tal y como ha dicho el entrenador.
Cuando Jesse se aproxima a la entrada del hipódromo se para y observa detenidamente si hay alguna indicación para la entrada de los negros. No la ve. Comprueba alrededor suyo si hay alguien de su mismo color de piel. No ve a ninguno. Concluye que no hay una entrada para ellos.
Una vez dentro se van anunciando las diferentes carreras. Los tres toman asiento en un lateral de la grada. Ante ellos tienen el circuito ovalado y cubierto de un cuidado césped. Charles le dice a Jesse:
—Quiero que te fijes en la forma de correr de los caballos. Después me dirás que has visto.
La primera carrera comienza. Los caballos salen raudos cuando se abren las puertas. Enseguida uno se pone por delante. Los demás se agrupan y siguen su estela. Cuando pasan la primera curva y afrontan la segunda recta, el primero saca dos o tres cuerpos a los demás. Pese a que los jinetes no paran de golpearles los cuartos traseros con las fustas, no recortan al primero. Llegan a la segunda y última curva, parece que el primero va perdiendo distancia con respecto a los demás. ¿Son los caballos de detrás los que van más deprisa o es el de delante el que corre más despacio? En la recta de meta el primero es adelantado por uno, dos y hasta tres caballos antes de cruzar la línea de meta.
—¿Y bien? —pregunta Charles.
—¿Tiene algo que ver con la iniciativa en una carrera?
Charles sonríe.
—Bueno, en este caso podría ser que sí… pero no. Yo me refiero más a la técnica de carrera de un caballo. Vamos a ver la siguiente.
Poco tiempo después hay nuevos caballos en los cajones de salida. Jesse solo puede ver a los jinetes que sobresalen por encima. Al poco tiempo se suena un disparo y se da inicio a la carrera. Jesse distingue entre el pelotón de hombres y animales un caballo que toma ventaja sobre los demás. Saca un cuerpo al resto. Charles le señala:
—Mírale las patas delanteras. Abren el camino dirigiéndose hacia delante, apenas se doblan y van alternándose en la pisada. Una primero, después la otra. Y ahora fíjate en las traseras. Se encargan de impulsar el movimiento doblándose y estirándose automáticamente como un gran resorte.
Comienza a trazar la curva. Charles continúa:
—El caballo es fuerza y puro músculo. Cabeza hacia delante, tronco quieto. Pese a la velocidad que desarrolla lo único que mueve son las patas. No le hace falta mover nada más.
Comienzan la contrarecta y el primero sigue manteniendo la misma distancia frente a los demás.
—Y tampoco le hace falta mantener el contacto con la tierra más que el mínimo necesario. Y eso es muy importante, si te fijas puedes observar como hay momentos en que el caballo no tiene apoyada ninguna de sus patas en el suelo. Vuela por el aire, ¿lo ves?
Jesse se esfuerza en ver los movimientos y finalmente se fija en como el caballo vuela.
—Cuando corras, tú también tienes que volar —dice Charles.

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jueves, 25 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (V)


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Viene de aquí.
Charles ejercita a Jesse tres veces a la semana. Lo hace en horario de mañana para que pueda seguir yendo a trabajar a la zapatería por las tardes, por lo que no queda más remedio que el alumno se salte alguna clase. Eso sí, a cambio se ha comprometido a aprobar todas las asignaturas. Si no lo hiciera, automáticamente dejaría de entrenar. Se lo ha dejado bastante claro. Al entrenador también le supone intercambiar alguna de sus clases con sus compañeros para poder dedicarse a la preparación particular. Confía en las capacidades innatas de Jesse por lo que solo hay que saber orientarle para que pueda llegar a ser un gran deportista. 
Jesse entrena en el mismo patio del colegio. Muchos días, después de correr durante algo más de quince minutos, practica las salidas, la capacidad de reacción y la técnica de carrera. Otros días realiza series de velocidad, progresivos y cambios de ritmo. Los menos entrena en el gimnasio del instituto: isométricos, flexiones, dominadas y lanzamiento de balón medicinal.
Después de tres meses de entrenamientos, Charles se da cuenta que Jesse, habiendo progresado rápidamente desde el principio, ahora le cuesta avanzar en la técnica. No parece entender porqué hace determinados ejercicios que no relaciona con el fácil movimiento de correr. Durante días se pregunta qué puede hacer para que Jesse siga mejorando. Una mañana Charles le propone algo:
—Me gustaría llevarte a un sitio pero tendría que ser un sábado. Si te avisara con tiempo, ¿podrías faltar esa mañana al trabajo?
—Si claro, entrenador —desde que empezaron a trabajar juntos es así como le llama.

 
Charles pasa a recoger en coche a Jesse a la puerta del instituto, donde han quedado un sábado por la mañana. Cuando Jesse entra en el vehículo se da cuenta que alguien más va en el asiento trasero.
—Jesse, te presento a mi hijo Charly. Charly, él es Jesse.
 Antes de que estreche la mano, se da cuenta que Charly no es normal. Tiene la cara alargada, extremadamente fina, la mirada bizca, los brazos están algo torcidos y en una posición que a él le resultaría incómoda. Más que sentado, está tumbado sobre el asiento. En alguna ocasión el entrenador le ha hablado de su hijo, pero en ningún momento le ha dicho que sea lisiado.
—Hola Charly. Encantado. —Se estrechan las manos.
—¡Jesse! ¡Jesse! ¡Jesse! —Charly grita de alegría.
—Si, hijo. Es Jesse. Tranquilo. —a través del espejo retrovisor Charles mira a Jesse. —Le he hablado mucho de ti y se ha emocionado al conocerte. Tú también quieres correr igual de rápido que Jesse, ¿Verdad?
—¡Sí! ¡Correr Jesse!
Automáticamente Jesse mira las piernas de Charly. Los pantalones son deportivos y marcan unos muslos delgados, como el resto de su cuerpo. Jesse sonríe y pregunta:
—¿Corres?
Hay un silencio incómodo en el coche y Charles contesta desde el asiento del piloto:
—No. Pero lo hará.

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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Respeta los 1,5 metros

Cuando tenía quince años me dijeron que, para cuando saliera en bicicleta, tenía que llevar encima algún documento identificativo. En éste tenía que aparecer un número de teléfono o una dirección al cual llamar o acudir en caso de accidente. Por aquella época los teléfonos móviles no estaban a la orden del día y por supuesto no había wasap. Así que hice una fotocopia del DNI por las dos caras, en una de ellas apunté el número fijo de casa y lo metí en una de las muchas fundas de las cartas magic que tenía. Lo dejé en la bolsita de detrás del sillín entre una cámara parcheada, parches, desmontables y un tubo de pegamento que ya se había volatilizado. El día que guardé la fotocopia del DNI estaba vestido de ciclista y a punto de salir de casa. Entonces sentí miedo a que alguien tuviera que buscar mis datos entre mis pertenencias. Tuve miedo de no volver, así que no salí.
(El deporte también enseña sobre el miedo y la fragilidad de la vida).
Al día siguiente me convencí que las ganas de montar en bicicleta y de disfrutar de ella era mayor que el miedo. ¿Por qué tengo que dejar de hacer algo que me gusta por lo que pueda pasar? Lo que te pueda pasar ocurrirá el día que menos te lo esperes. Carpe diem. Vive el momento. Así que salí a montar en bici, como he seguido saliendo siempre que he podido los siguientes diecisiete años. Afortunadamente nunca me ha pasado nada grave (cruzo los dedos para que siga siendo así).

La noticia del otro día (que puedes ver pinchando aquí) sobre la muerte de un ciclista por las inmediaciones de la A-42, muy cerca de donde vivo, nos sobrecogió a todos los que somos aficionados a la bici. Resultaba ser Julio, de la peña CEDENA.
Julio, el colega de peña de un compañero de trabajo.
Julio, el amigo de un buen amigo mío.
Julio, el primo de una compañera de trabajo de mi hermana.
Del CEDENA, la peña que viste de amarillo, rojo y azul. Cuna de ciclistas profesionales como Germán Nieto o el actual Dani Moreno. De vez en cuando veo por las carreteras a la gente de CEDENA así como a los John Deere, Bermejo, Roselín, Ciclos Cortés y tantos y tantos otros.

Y como casi siempre, el accidente ha sido fruto de la imprudencia y la negligencia. Por eso desde aquí te voy a pedir solo una cosa de las muchas otras que podría pedirte: respeta los 1,5 metros de distancia lateral cuando adelantes a un ciclista, porque cuando lo hagas:
Puede ser el colega de peña de tu compañero de trabajo.
Puede ser el amigo de un buen amigo tuyo.
Puede ser el primo de una compañera de trabajo de tu hermana.
Puede pertenecer a una peña con historia y de gente con historias.
Porque puede ser el chaval de quince años que fui y que un día tuvo miedo a hacer lo que más le gustaba.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (IV)


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Viene de aquí.
Al día siguiente, Charles sale al patio a supervisar el recreo. Hoy no debería hacerlo. No es su turno, pero lo ha conseguido cambiar con un compañero. Es la única manera de hablar con Jesse ya que ese día no tiene clase con él.
Mientras le busca por el patio, muchos alumnos a los que lleva dando clase algunos años se acercan a él. Pasea de un lado a otro rodeado por cuatro chavales con los que no para de hablar de béisbol y baloncesto. Por fin en una de las esquinas del patio ve a Jesse. Está sentado. Solo. Charles se sorprende, no es lo habitual. Con el séquito de alumnos se acerca a él.
—Hola Jesse. ¿Qué tal estás?
Jesse mira desde el suelo a Charles y al resto de chavales que le acompañan. Guardan silencio sorprendidos.
—Bien, señor.
—¿No juegas con los demás compañeros?
—Prefiero estar aquí tranquilo. Estoy algo cansado, señor.
Charles piensa que es mejor no seguir preguntando. El resto de chavales murmuran algo entre ellos. Charles se arrodilla junto a Jesse.
—No he dejado de pensar en cómo corriste ayer. Lo hiciste muy bien.
—Gracias.
—¿Corres habitualmente?
—Sí. Antes corría más.
A Charles se le ocurre algo. Se dirige al resto de alumnos:
—¿Qué os parece si hacemos una pequeña carrera? Quiero que veáis lo bien que se le da correr a Jesse —le mira —seguro que no estás tan cansado como para rechazar una carrera.
Jesse sonríe.
—No. Claro que no, señor.
Sobre la tierra del patio Charles marca una línea y, mucho más lejos, marca otra.
—Bien. ¿Alguien que no quiera correr?
Ninguno de los chavales que le llegan a sacar tres años a Jesse se ofrece voluntario.
—Lo suponía. A ver, todo el mundo detrás de la línea, yo voy a la de llegada, cuando baje el brazo comienza la carrera, ¿De acuerdo?
El resto de chicos que están en el patio se acercan a ver que está organizando el profesor de educación física. Todos se muestran expectantes por la carrera. Cuando se sitúa al lado de la línea de llegada, Charles comprueba desde lejos que todos estén tras la línea. Levanta el brazo y lo baja rápidamente. Uno de los chavales, el más regordete, sale antes de tiempo. Cuando todos los demás ya han arrancado Jesse comienza, sale el último, pero enseguida empieza a remontar. Adelanta al que ha salido primero, se pone al nivel del penúltimo, yergue el tronco, aumenta la zancada, adelanta a dos más. Le parece que está unos años atrás saliendo de la iglesia que hacía las veces de colegio en Oakville. Ya solo le queda uno por delante, es más grande y más atlético. Éste se da cuenta que alguien por detrás está a punto de cogerle e intenta correr aún más. Jesse cree sentir el camino, las raíces y las piedras que se encontraba de camino a su casa. Se exprime al máximo, cuando llegan a la meta donde está Charles entran casi a la vez. Pese a los pocos metros que ha tenido la carrera, han sacado bastante a los demás. El más grande se dirige a Charles respirando trabajosamente:
—¿He ganado?
—Primero hay que darse la mano y felicitar al contrario por la carrera.
Los alumnos que conocen a Charles saben que les recordaría eso. Jesse se sorprende y da la mano a todos.
—¿Y bien? ¿he ganado?—vuelve a preguntar el mayor.
—Sí. Has ganado —el grande sonríe, Jesse suspira —aunque creo que quién ganará en poco tiempo es él —dice señalando a Jesse —¿Querrías venir por las tardes a entrenar conmigo en un club de atletismo?
—¿Yo? —se señala así mismo sorprendido porque un blanco cuente con él.
—Sí, claro. Tú —dice Charles poniéndole las manos sobre los hombros.
El muchacho sonríe tristemente.
—Trabajo por las tardes de lunes a viernes y los sábados por la mañana, señor —todavía está sorprendido.
—Vaya... no lo sabía —tras un silencio Charles le guiña un ojo —déjame que piense una solución para que puedas entrenar conmigo

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jueves, 18 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (III)

Viene de aquí.
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De camino al entrenamiento de atletismo, Charles no deja de recordar el ensayo del chico negro delgado y enclenque llamado Jesse. Más que al ensayo en sí, le da vueltas a la carrera que hizo para conseguirlo. En pocos metros imprimió una velocidad tan fuerte que nadie fue capaz de cogerle. A un entrenador de atletismo como él no se le escapa la demostración de potencia de Jesse. Es un diamante en bruto. Aunque si se hubiese tratado de una carrera de velocidad no habría sido perfecta. No levantó bien los talones hacia atrás y el tronco se balanceó al compás del movimiento de las piernas. Con algunas mejoras podía haber ido aún más rápido.
Cuando entra en la pista de atletismo ve a varios jóvenes que están en el césped del interior de la pista. Algunos le saludan levantando la mano: “hola entrenador”. Se mueven rítmicamente levantando alternativamente las rodillas hasta la cintura. Entonces se le ocurre que solo hace falta pulir un poco para dar forma al diamante.
Mientras Charles observa los ejercicios de los atletas, en la otra punta de la ciudad Jesse se encamina a su trabajo. No hace mucho que ha salido del instituto y después de comer un pequeño sándwich entra en un viejo almacén que hace las veces de taller de calzado. En ella se encarga de la fabricación y reparación de calzados. Hay días que pone cordones y plantillas a cientos de pares de zapatos, otros se encarga de limpiarlos, cepillarlos y darles cera. Nada más entrar uno de los encargados se acerca a él: “Hoy te toca encolar”. Jesse suspira, es lo que peor lleva.
En la pequeña habitación sin ventanas pega las suelas con las zapatillas mediante una cola especial. Primero lo hace con una brocha que llena de pegamento, repartiéndola a partes iguales entre la suela y el cuerpo del zapato, luego aprieta fuerte, quita el pegamento sobrante y deja que actúe. Cuando lleva varios zapatos siente como el vapor y del pegamento sube hacia su cara, entra en su boca y se introduce en lo más profundo de su nariz. Tanto que le taladra y le irrita la garganta. Tiene una arcada. Para de encolar y se lleva la mano a la boca. Pero nota el olor del pegamento también en sus manos. El sándwich se le revuelve en el estómago. Aguanta. Al poco tiempo tiene una segunda y otra tercera náusea seguida. Tras la cuarta sale rápidamente de la habitación vomitando la comida en la papelera de un compañero que está poniendo cordones. Cuando termina vuelve a la habitación. Tiene que seguir encolando.

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lunes, 15 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (II)

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Charles Riley estira el brazo y pone la mano sobre el timbre del despertador. Deja de sonar. “Es hora de levantarse”, dice para sí mismo. Se gira un poco para comprobar que su mujer sigue dormida. Como todas las mañanas cuando él se levanta. Se sienta en el borde de la cama y con los ojos entreabiertos suspira. Ese día comienza un nuevo curso. Otro más.
Hace años trabajó de minero y en un molino, pero jamás renunció a hacer lo que más le gustaba: ser profesor de gimnasia, educación física y entrenador de atletismo. Durante años compatibilizó su trabajo y sus estudios hasta que por fin consiguió dedicarse a la docencia en el Instituto de Fairmount en Cleveland. A pesar de conseguir su sueño, Charles no ha dejado de trabajar. Ni en verano. Su sueldo es tan bajo y son tantas las necesidades de su hijo, que realiza labores de mantenimiento en el instituto durante las vacaciones. Así consigue un sueldo extra.
Después de darse una ducha y tomarse un café solo, se dirige a la habitación de su hijo. Antes de entrar se para y escucha. Sabe que está despierto. Reconoce el sonido que hace su hijo cuando duerme, es un ronquido nasal agonizante. A ratos son estertores. Ahora no lo oye. ¿Cuantas noches se ha quedado en la puerta escuchando su angustiosa respiración? ¿Cuantas veces no ha deseado que parara? Entra.
—Buenos días, hijo —dice mientras sube las persianas. La luz invade la habitación.
Se dirige a él y le besa. Él mira, sonríe. Charles le baja lentamente las sabanas.
—Venga. Hay que comerse el día.
Su hijo tiende una mano, la agarra, poco a poco va incorporándose, no sin esfuerzo. Charles no tira de él, sólo quiere ser su punto de apoyo. Cuando por fin se sienta le nota la respiración agitada. Le ha costado.
—Muy bien. Ahora vamos a ponernos las pantuflas. ¿Dónde las hemos dejado? —se sienta a su lado.
Su hijo las señala con su largo índice encorvado. Están bajo la mesita que está al lado de la cama. Las acerca con el pie. Primero una, luego la otra. Con parsimonia se agacha hacia ellas. Coge la primera. Es la izquierda y se la pone en el pie derecho. Charles se da cuenta, pero no dice nada. Hace la misma operación con la otra. Con más lentitud, si cabe. Cuando las tiene puestas, Charles le dice:
—Mira bien como te quedan, ¿no hay algo raro?
El hijo mira detenidamente las pantuflas y se lleva el dedo a la boca. Tarda un rato:
—¡Envés! —se ríe y abraza a su padre.
—Sí. Están al revés —también sonríe y le abraza.
 
Charles pasea por los pasillos del instituto. A pesar de que se ha levantado con tiempo suficiente para llegar. Su hijo ha tardado más de 30 minutos en vestirse solo, por lo que ha llegado apurado. Más de lo que él quisiera. Por los pasillos están los chavales a los que dará clase y ve en sus caras los típicos nervios de la vuelta al curso. Nuevos profesores, cambio de horarios, chicos y chicas nuevos. Novedades. Para él no las hay. Ha ido a trabajar allí desde que ellos se fueron pensando en las vacaciones para poder conseguir otro sueldo con el que comprar las medicinas y poder realizar los tratamientos adecuados a su hijo. ¿Qué será de él cuando ya no esté? ¿Seguirá tardando treinta minutos en vestirse? Muchas veces duda si encargándole cosas que haga por sí solo le dará la suficiente autonomía para salir adelante cuando ya no esté.
La tercera clase del día es con el primer curso de Instituto. Todos los alumnos son recién llegados. Por lo general, no se conocen entre sí. Son tímidos y entre ellos reina el silencio. En las canchas, Charles se presenta y cuenta a grandes rasgos a que van a dedicar el curso: van a conocer y practicar los deportes que más se llevan en otras partes del mundo. Y van a empezar ese mismo día. Después divide la clase en dos equipos para disputar un partido de rugby. Es la mejor manera de romper el hielo.
Cuando ya están hechos los equipos, Charles cuenta las sencillas reglas del juego y se cuelga un silbato. Al poco comienza el partido y son pocos los chavales que se animan a jugar de verdad. Como casi siempre, hay bastantes chicas que se echan a un lado y no quieren que les pasen el balón. Si alguna de ellas lo recibe por error enseguida se deshace de él, como si quemara. El juego se traba. Los más competitivos van detrás del balón, no hay estrategia y cometen bastantes errores. Charles tiene que parar bastantes veces el partido haciendo sonar su silbato. Recuerda varias veces las reglas.
En una de las ocasiones en las que una chica se quita el balón de encima, éste cae en los brazos de un chico negro. Es más bien delgado y bajito. Charles puede ver la cara de pánico que tiene cuando ve que van hacia él toda la marabunta de chicos. “Se lo van a comer”, piensa. Se lleva el silbato a los labios para parar el juego. Puede ser peligroso. Decide esperar un poco. El chico, en lugar de soltar el balón lo apretuja contra su pecho y comienza a correr. Primero lo hace en dirección a su propio campo, evitando a los contrarios. Les empieza a sacar ventaja. Sus compañeros le gritan que no es por allí, que tiene que ir al otro lado. Pese a que tiene compañeros que se ofrecen para un pase, cambia de dirección y se dirige hacia el campo contrario. Afronta a los rivales que antes había aventajado. Dribla a dos, recorta a otro. Cuando tiene suficiente espacio, corre. Corre mucho. Charles se da cuenta como aumenta la distancia a los chavales que son mucho más altos y grandes que él.
Se le cae el silbato de los labios, boquiabierto. 
El chico negro consigue un ensayo, nadie ha podido cogerlo. Aunque se olvida de golpear el balón en el suelo. Da igual. Charles se acerca a él: 
—¿Cómo te llamas?
—Jesse. —jadea —Jesse Owens, señor.

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viernes, 12 de septiembre de 2014

Segundo, el impulso (I)


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Para todos los Charles Riley de mi vida, que me enseñaron a conjugar el verbo

poder en presente simple cuando yo solo sabía hacerlo en futuro condicional.

 

Hay quien determina con explícita clarividencia cuando finaliza una etapa en su vida y comienza una nueva. Y lo que es más impresionante, pueden describirlo en el mismo momento que se produce.
Puede que lo perciban por algo que ocurre exteriormente: en el ambiente reina un aire espeso que es barrido por uno limpio, la fragancia primaveral en una extensa pradera, un cambio en la luz o un sabor. El cambio también se puede producir interiormente: hay quien lo refiere a una corazonada, una ligera taquicardia, un suspiro. Puedes dar la espalda a la antigua etapa a través de uno mismo: el salto de un obstáculo, la consecución de un objetivo. Hay quien siente el comienzo de un nuevo período a través de alguien: una mirada indiscreta, una sonrisa cómplice, el tacto de la mano del futuro amante sobre uno mismo. Un beso. El nacimiento de un hijo.
Pero ese no es el caso de Jesse. Él no es de los que determinan el cambio de etapa en la vida en el mismo momento que se produce.
Jesse entra al patio del Instituto de Fairmount y comienza a subir las escaleras que conducen a la entrada. A medida que sube escalón a escalón no es consciente de todo lo que deja atrás. Abandona la infancia de sus días felices, la amargura de los infelices, la dependencia en sus mayores. Deja el arraigo de un pueblo al que tardó en conocer. Pese a que había perdido la inocencia en el andén de una estación, fue entonces cuando definitivamente no volvió a reflejarse en ella.
Atrás deja la tierra.
Se para en el último escalón. Contempla la entrada del instituto.
Como quiera que fuese, Jesse supo, mucho tiempo después, que sobre esas escaleras había comenzado una nueva etapa. Aunque aún no conocía nada relativo al atletismo, ni había participado en ninguna prueba de velocidad, años después se referiría a aquel momento como el comienzo de la fase fundamental de una prueba de los cien metros lisos. La que determina como será la carrera que uno va a hacer hasta la llegada a la línea final. Porque allí, en el Instituto de Fairmount conoció a dos de las personas que marcarían con fuerza y determinación la carrera de su vida.
Allí comenzó el impulso. 

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martes, 9 de septiembre de 2014

Primero, la tierra (VIII)

viene de aquí
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El tiempo, ese juez implacable, pasa a veces demasiado rápido y otras, en cambio, muy lento para Jesse.
Va todo demasiado deprisa desde que su abuelo le llevaba de la mano a la iglesia que hacía las veces de escuela en Oakville. Todo parece que se ha precipitado al recordar como ayudaba a sus padres y hermanos en la siembra y en la recogida mientras el “señor dueño de las tierras donde vivían” les vigilaba. Parece que fue ayer. Ahora todos los días va solo al colegio en Cleveland. Su abuelo, ya demasiado viejo, no puede acompañarle. Su padre ya no está fuera de casa de sol a sol, sino que unos días vuelve por la tarde, otros por la noche e incluso algunos por la mañana de la fábrica metalúrgica donde trabaja. Ya no requiere de su ayuda, a pesar de que cuando se acerca a Jesse le recuerda al olor de una tostada quemada.
En cambio, el tiempo pasa lentamente los días que Jesse apenas juega con nadie. En el recreo y en los tiempos libres el resto de niños se divierte en los columpios o juega al pillapilla. Él es pequeño, delgado y por si eso fuera poco, nació en el Sur. Nadie quiere jugar con él. Al principio se junta con el resto de niños que vienen de su zona y contemplan como juegan los demás. Un día en que reina el silencio entre todos ellos recuerda como corría en Oakville cuando volvía a casa desde la escuela. Decide seguir corriendo lo que dura el recreo alrededor de un pequeño campo de béisbol. Correr es su pasatiempo y llega a ser su único amigo.
Con el paso del tiempo, Jesse se toma por algo normal las miradas de rencor que le dedican los blancos cuando se cruzan con él por la calle. Decide que lo mejor es no hacerles frente. No le importa, si es que alguna vez le ha importado. Los blancos siempre miran así a los negros. Tampoco le importa quedarse de pie en el autobús a pesar de haber asientos vacíos, pero destinados para blancos. Acepta beber agua de la fuente solo para negros, descansar en los bancos solo para negros, ir a sitios públicos entrando por la puerta solo para negros.
El tiempo pasa y le convence que así ha sido siempre.
En su último día de colegio, Jesse y el resto de sus compañeros se despiden uno por uno de todos los profesores que les han dado clase. La profesora que el primer día de colegio escribió el nombre de Jesse en la pizarra se acerca a él y le llama por su verdadero nombre. Pronuncia lenta y correctamente cada una de las letras y continúa:
—Deseo que le vaya muy bien en el futuro.
—Yo también se lo deseo —por un momento Jesse guarda silencio —solo una cosa más. Ya no me llamo así. Desde el primer día que llegué aquí mi nombre es Jesse.
Y lo pronuncia como lo hacía antes y como le siguen llamando ahora. Es lo único que le queda de entonces.

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viernes, 5 de septiembre de 2014

Primero, la tierra (VII)


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En su primer día de colegio en Cleveland, el pequeño Jesse comenzará a ser conocido como Jesse.
Antes de entrar al recinto se asoma a través de la verja para ver el patio cuadrado. Tiene árboles dispersos, hierba y algún matorral. En el otro extremo de la verja se ven unos columpios y justo al lado un arenero. Pero lo mejor es que está lleno de niños que juegan. En los columpios hay un grupo que no para de balancearse. Otros juegan al pillapilla y son perseguidos por dos de ellos y en el arenero otros se tiran tierra los unos a los otros. Está deseando entrar para jugar al pillapilla, pero algo le llama la atención. Hay un grupo en una de las esquinas, no juegan a nada. Unos están sentados, otros están de pie. No le da importancia y entra al patio para ver si puede jugar al pillapilla.
—¿Se puede jugar? —pregunta al grupo del pillapilla.
Un niño deja de correr y se le queda mirando.
—¿Cómo dices? —uno a uno van parando todos los demás y observan al pequeño Jesse. Sus miradas le dice que se extrañan.
—Decía que si puedo jugar con vosotros.
El que le ha preguntado comienza a reírse.
—¡Vaya acento sureño que tienes! ¡no hay quien te entienda! Allí están los del sur — señala a la esquina donde están los niños que no juegan.
El pequeño Jesse baja la mirada. Cuando la alza de nuevo sólo es capaz de forzar una sonrisa, se encoge de hombros y dice:
—No importa.
Cuando va a la esquina del patio se presenta a los demás. No hay una sonrisa. Ni siquiera hay gestos de complicidad. El pequeño Jesse no dice nada más.

 Cuando entran en el aula la profesora entra en clase y todos los niños se ponen en pie. Cuando la profesora toma asiento todos se sientan.
—Antes de comenzar, vamos a presentar a los nuevos compañeros que empiezan el curso con nosotros. Por favor, los nuevos poneos en pie.
El pequeño Jesse se levanta junto con tres niños más.
—Muy bien. Decidnos como os llamáis y de donde venís —la profesora se levanta y coge una tiza para escribir en la pizarra.
Empieza uno. La profesora escribe su nombre con letras grandes en la pizarra.
—Gracias. El siguiente, por favor.
Es el turno del pequeño Jesse. Dice su nombre y de donde viene. Hay un ligero murmullo en la clase. La profesora escribe “Jesse” en la pizarra. El pequeño Jesse se da cuenta que su nombre está mal escrito. Intenta rectificar por lo que vuelve a decir su nombre. La profesora gira la cabeza y le contesta:
—Es esto lo que me está diciendo, ¿verdad? ¿o acaso es que Jesse tiene que pulir su acento sureño?
El pequeño Jesse siente vergüenza. Sólo es capaz de sonreír de forma forzada, se encoge de hombros y dice para sí mismo:
—No importa.
A partir de entonces el pequeño Jesse será conocido como Jesse.
         Continúa aquí.

martes, 2 de septiembre de 2014

Primero, la tierra (VI)

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“El viaje de Oakland a Cleveland es largo y duro” le ha dicho su padre. El pequeño Jesse jamás ha salido de las tierras donde trabajaba su familia por lo que, a pesar del consejo, está entusiasmado. Va a montar por primera vez en un tren y desde hace tiempo cuenta los días que le quedan para llegar a la ciudad y ver por primera vez uno. Cuando llegan le llama la curiosidad la gran ciudad. Había estado en una, pero mucho más pequeña. Le maravillan las calles asfaltadas, la cantidad de coches que pasan por ellas, los edificios altos… Todo aquello le parece bastante lejos de todo lo que ha conocido. Pero sin duda lo que más le llama la atención es la cantidad de blancos que ve.
Él solo ha conocido a un blanco: el señor dueño de las tierras donde vivían. Lo consideraba una excepción. Por eso se explicaba que todos trabajaran para él. Era único y por eso mandaba sobre todos los demás. Lógico. En la ciudad se da cuenta que el señor blanco dueño de las tierras donde vivían no era una excepción. Allí hay muchos más. También hay muchos negros como él. Ha visto a muchos de estos en una de las primeras zonas de la ciudad que ha pasado, pero sus calles no estaban asfaltadas, no había coches y las casas eran bajas.
Toda la familia llega andando a la estación de tren. El padre se acerca a una ventanilla donde le atiende un hombre blanco. El pequeño Jesse va hacia al interior de la estación, por fin va a ver un tren y lo más importante, en poco tiempo va a montar en uno. El apeadero es enorme y ve al fondo varios trenes. Se dirige hacia allí.
—¡Eh! ¡Pequeño Jim Crow! ¿por dónde te crees que vas? —alguien grita desde un banco.
El pequeño Jesse no lo escucha, no es su nombre, está ensimismado con las máquinas que están al fondo. Se sigue acercando. Jamás ha visto tanto metal junto. Decide ir a tocarlo para ver si es de verdad. De repente alguien le agarra de la camiseta y le gira. Es un hombre blanco, pelo canoso y con arrugas en la frente. Le vocea en la cara:
—¿No me has oído?
El pequeño Jesse se asusta. La mirada del señor es de enfado. Y desprecio.
—No, señor. No le he oído —es ahora cuando se da cuenta que el grito anterior iba dirigido a él.
—¡La entrada para vosotros no es por aquí! —señala con el índice la puerta que ha cruzado. Jesse no sabe a que se refiere.
—Discúlpele… se ha despistado —mirada de resignación.
—¡Pues que no se despiste! En la entrada aparece bien claro y señalizado por donde deben entrar. Y no es por aquí.
—No se preocupe. Nos vamos.
La madre le coge la mano y le dirige rápidamente hacia la entrada dando la espalda al señor. Escuchan al señor que exclama:
—¡Incultos que no saben leer!
El pequeño Jesse siente una quemazón interior y un deseo irrefrenable de contestar. Es injusto que le digan que no sabe leer cuando sí que sabe. A pesar de tener a su madre encima se gira y grita:
—¡Sí sé leer!
La madre le coge la mano más fuerte, lo arrastra  hacia la entrada.
—¡No deberían enseñaros a leer! ¡Los animales no saben leer! —oye que le contestan.
El pequeño Jesse se enfada se gira y abre la boca. Quiere volver a contestar. Su madre le ordena:
—Por favor, no digas nada más más.


Cuando entran al vestíbulo de la entrada la madre le susurra al oído:
—De esto ni una palabra al resto.
Cuando vuelven con la familia no dicen nada. El pequeño Jesse observa detenidamente las paredes de la estación buscando los carteles a los que se refería el señor. Los ve arriba, colgados del techo. Uno tiene una flecha que indica una dirección y debajo está escrito: “colorados”. Justo al lado hay otro cartel con otra flecha que indica la dirección contraria: “blancos”. 
El pequeño Jesse no entiende nada.
Después de una hora de espera, el pequeño Jesse y su familia entran en la estación por donde les corresponde. Todos los miembros de su familia toman el lado correcto. Nadie se equivoca. Ninguno comenta nada. Es lo normal, piensa. Cuando pasan delante del banco donde estaba el viejo, el pequeño Jesse mira discretamente. Siente miedo. Pero descubre que ya no está allí. Respira. Cuando está tan cerca del tren que lo puede tocar y así comprobar el metal, no lo hace. No siente emoción. El padre indica que el vagón donde viajarán es el del fondo. Andan hacia el final. Es el último. Cuando va a montar el pequeño Jesse descubre una pintada en un lateral. Está escrita en pintura blanca, llamativa. Las primeras palabras las reconoce, es tal y como le ha llamado el hombre que le ha gritado. El resto del mensaje lo dice todo: “Marchaos de aquí”.

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